5. Basoko: la gente del bosque

“Claramente se desprende que "basko" es contracción de "baso-ko", el de la selva, el del bosque, teniendo presente que los primitivos euskaros vivían en los profundos repliegues de sus montañas. (…) Además ¿No se llama "baserritarra "(al de la aldea), al aldeano? ¿Puede pedirse algo más categórico? "Baso" (bosque); "erri" (pueblo); "baserri" (bosque poblado)? ” J. R. de Uriarte, “Aclaración ortográfica: B y no V.”


Artículo de Guillermo Piquero.

Hace unos 10.000 años, cuando la última gran glaciación ya había tocado a su fin, las grandes extensiones de estepa y tundra que ocupaban gran parte de nuestro continente fueron retirándose paulatinamente hacia el norte, al mismo tiempo que cedían sus antiguos dominios al crecimiento de la vegetación y de los árboles. Poco a poco fueron formándose grandes zonas boscosas que al no verse afectadas en gran medida por la acción humana, terminaron por extenderse a lo largo y ancho de nuestro continente. De norte a sur y de esta a oeste, Europa se convirtió en un inmenso bosque sin principio ni final.

 

Aquellos bosques fueron el entorno sagrado que envolvió y protegió a las culturas europeas durante milenios. Atraían las lluvias y sostenían los manantiales, producían frutos y medicinas, daban refugio a infinidad de formas de vida y proporcionaban la madera con la que nuestros antepasados construían prácticamente de todo. La cosmovisión de las culturas prehistóricas europeas estaba, por tanto, indisolublemente unida al bosque, hogar y templo de nuestros ancestros.

 

"Antes de que nacieran las religiones y las civilizaciones humanas, los primeros templos se encontraban ya al pie de los árboles, en lo más profundo del bosque o en los claros de las inmensas selvas que poblaban Europa. […] Se calcula que no queda ni siquiera un 1 % de los bosques que cubrían, hace apenas un par de milenios, cuatro quintas partes de Europa Occidental. […] toda Europa era un bosque formado por florestas inmensas, interminables. […] Podríamos decir que los europeos fuimos vecinos de un mismo bosque y que toda Europa era el País de los árboles y nosotros, habitantes e indígenas de aquella selva que proveía lo necesario para nuestra subsistencia e inspiraba nuestras más profundas creencias y formas de entender la vida.” Ignacio Abella, “La memoria del bosque. Crónicas de la vieja selva europea.”

 

Los bosque cantábricos, una diminuta isla geográfica de lo que un día fue toda Europa Occidental.
Los bosque cantábricos, una diminuta isla geográfica de lo que un día fue toda Europa Occidental.

 

Sobre la magnitud de aquellos bosques, esto es lo que decía Julio Cesar refiriéndose a la Selva Herciniana (Europa Central) en el "Libro VI de la Guerra de las Galias":

 

 "La selva Herciniana […] no tiene medidas itinerarias. Comienza en los confines de los helvecios, remetes y rauracos, y por las orillas del Danubio va en derechura hasta las fronteras de los dacos y anartes. Desde allí tuerce a mano izquierda por regiones apartadas del río y, por ser tan extendida, entra en los términos de muchas naciones. Ni hay hombre de la Germania conocida que asegure haber llegado al principio de esta selva aun después de haber andado sesenta días de camino o que tenga noticia de dónde nace.”

 

Respecto a la Selva de las Ardenas (Bélgica y Francia), dice César un poco más adelante:

 

"La mayor de la Galia, que de las orillas del Rhin y fronteras de los trevirenses corre por más de quinientas millas."

 

Los habitantes de aquellas "selvas" (silva en latín significa “bosque”) eran llamados por el Imperio romano "salvajes" (silvaticus o salvaticus en latín vulgar), gentes y culturas que vivían integradas y fusionadas con el bosque, y cuyas costumbres resultaban repulsivas para quienes hacia siglos que habían elegido a la civilización sobre la naturaleza (de ahí que utilizasen de forma peyorativa la palabra salvaje, y así ha seguido siendo hasta nuestros días.) Su equivalente preindoeuropeo o euskeriko es Basati (con la raiz Bas- que significa bosque), término vinculado arquetípicamente al concepto de la vida libre y asilvestrada de quién no ha sido domesticado (ya sea animal o humano). Y así, dichos valores y forma de vida están representados en los mitos vascos a través del personaje del Basajaun  (“Señor salvaje o del bosque”), cuyas características principales nos resume a continuación Ignacio Abella:

 

El personaje mítico del Basajaun se asemeja en algunos aspectos al del Hombre verde (Green man) de algunas tradiciones paganas europeas.
El personaje mítico del Basajaun se asemeja en algunos aspectos al del Hombre verde (Green man) de algunas tradiciones paganas europeas.

“Los Basajaun representan espíritus protectores del bosque […] cuentan las leyendas vascas que en las antiguas selvas que poblaban inmensos territorios, desde las montañas hasta la orilla del mar, vivieron unos extraños personajes de apariencia humana, pero con rasgos animales y atributos casi divinos. Eran los Basajaun, los Señores del Bosque, que poseían una fuerza formidable y un cuerpo enteramente cubierto de pelo. Eran ágiles como ciervos y protegían a los árboles y la naturaleza, e incluso, se dice, ayudaban de cuando en cuando a los humanos que anduvieran en apuros, pero no toleraban en sus dominios a los leñadores y a los cazadores.” Ignacio Abella, “El bosque sagrado. Creencias, mitos y tradiciones de los pueblos cantábricos.”

 

La contraparte o aspecto femenino del Basajaun toma forma en los mitos vascos a través del numen Basandere (“Señora salvaje o del bosque”), según la conocen en algunas comarcas vascas próximas a la Selva de Irati. Un nombre análogo al que adopta Mari en algunas zonas de la Sakana navarra, dónde se la conoce como Basoko Mari (“Mari del bosque”). De igual modo, pero ya no desde un punto de vista mítico, sino humano, una hipótesis etimológica que han mantenido a lo largo de los siglos numerosos lingüistas expone como la misma palabra “vasco” pudiera provenir del término "Basoko" (del bosque). Dicha hipótesis, aunque cuestionada etimológicamente hoy día, parece al menos bastante verosímil en cuanto a su trasfondo filosófico, pues de lo que no cabe duda es que nuestros antepasados sentían y comprendían al árbol como un igual. Así ha quedado reflejado en el euskera, dónde los mismos términos son utilizados tanto para denominar a las partes del árbol, como para nombrar a las partes del cuerpo humano, como nos expone Juan Antonio Urbeltz:

 

“Los lazos místicos entre árboles y humanos son tan llamativos como complejos. Hubo un tiempo mágico en el que las leñas, plantas y vegetales venían a las casas con sólo llamarlas. La naturaleza sagrada del árbol, ha permanecido en tantos árboles singulares como conocemos. Pero además, el árbol es humano, tal y como lo ponen de manifiesto distintos accidentes asimilables a partes de nuestro organismo. El tronco del árbol, ‘gerri’, se asimila a la cintura; las ramas, ‘adar-beso’, a los brazos; la copa, ‘adar-buru’, a la cabeza; los nudos, ‘adar-begi’, a los ojos; la corteza, ‘azal’, a la piel; la savia, ‘izerdi’, al sudor. Además, al árbol, zur, le crece la ‘barba’, bizar, acabando todo esto en la venerable costumbre de pedir perdón al árbol que se iba a talar: guk botako zaitugu ta barkatu iguzu (‘nosotros te derribaremos y perdónanos’).” Juan Antonio Urbeltz, “Gipuzkoa Mairu-Lur. Tierra de moros.”

 

El pueblo vasco que, como reminiscencia cultural de un pasado espiritual que aún sigue latente en su folklore y sus costumbres, guarda aún su culto reverencial hacia los árboles en el simbolismo totémico del Árbol de Gernika, vive hoy, sin embargo, mayoritariamente huérfano de bosques y vida salvaje, rodeado de plantaciones de especies exógenas que secan la fertilidad de sus valles y montañas. Parece ser, por tanto, que se ha olvidado lo obvio: que el árbol (de Gernika) es en última instancia un símbolo del bosque, del contexto natural y sagrado en el que se originó y se desarrolló durante milenios la cultura de los vascos (Basokoak). En este sentido y digan lo que digan etimólogos y lingüistas, cuanto más útil resultaría para la educación de nuestros hijos e hijas si les dijéramos que su pueblo significa “bosque” y que para que su cultura exista como tal, no sólo es necesaria la pervivencia de su lengua y de sus costumbres, sino también del contexto natural que la vio nacer y desarrollarse. Que sin bosque no hay vascos y que el tiempo que les ha tocado vivir es el de volver a repoblar los montes de robles, hayas, abedules, fresnos, espinos, castaños y tejos, pues los viejos genios de la mitología vasca necesitan de la naturaleza salvaje para manifestarse de nuevo en nuestro mundo. Sería un primer paso para que la mitología volviera así a recobrar su sentido original de ser portadora de verdadero conocimiento y de valores positivos para nuestros hijos e hijas.

 

Reforestar para reencontrarnos con nuestro antiguo hogar: el bosque.
Reforestar para reencontrarnos con nuestro antiguo hogar: el bosque.

 

El árbol como axis mundi

El árbol es un ser trascendental para toda aquella cultura que se precie de serlo. Es un símbolo de vida que reúne en su ser a los cuatro elementos de la naturaleza: el agua (savia) que corre por su tronco, el fuego contenido en su madera, el aire que filtran sus hojas y la tierra de la que se alimentan sus raíces. Este simbolismo vital y espiritual del árbol, ha sido utilizado como figura arquetípica sagrada por los pueblos del mundo para representar el centro de su respectivo universo cosmológico:

 

"El Árbol Sagrado es un símbolo muy importante para los pueblos indígenas de la Tierra.  (...) representa la vida, los ciclos, la Tierra y el universo. El sentido del Árbol Sagrado se expresa a través de la rueda sagrada. En el centro de la rueda sagrada está el árbol que a su vez  es un símbolo del centro de la tribu y de la creación. Esto se refleja en la canción sobre el Árbol Sagrado, que acompaña al baile del sol de los pueblos indígenas de América del Norte: Estoy en pie de manera sagrada en el centro de la Tierra. El pueblo me ve y yo veo al pueblo reunido en torno a mí."  P. Lane, J. Bopp, M. Bopp y L. Brown, “El árbol sagrado. Reflexiones sobre la espiritualidad indígena americana”

 

Ceremonia de la danza del sol de los Shoshones (comanches) en la Reserva de Fort Hall, Idaho, 1925.
Ceremonia de la danza del sol de los Shoshones (comanches) en la Reserva de Fort Hall, Idaho, 1925.

 

Así, la representación arquetípica del Árbol del Mundo como axis mundi, parte siempre de su ubicación simbólica en el “centro” de un territorio o espacio ceremonial concreto. Desde ahí sus raíces se hunden hasta el Mundo Subterráneo y sus ramas se expanden hacia el Cielo. Por tanto, raíces, tronco y ramas son reflejo de los tres niveles del universo cosmológico chamánico (Inframundo, Tierra y Cielo). Esta representación, con las particularices propias de cada cultura concreta, está ampliamente extendida entre culturas arcaicas de todos los continentes. Quizá el ejemplo más conocido sea el Yggdrasil de la mitología nórdica, pero existen otros muchos como el Ashvatha Hindú, el Kiskanu babilónico, el Gaokarana persa, el Kien-mou chino, el Sicomoro egipcio, el Yaxche maya,…

 

“Encontramos en el árbol sagrado no solo una representación cósmica que heredamos de los antiguos mitos del árbol del paraíso o del árbol universal que sostiene y contiene el mundo entero; sino una encarnación de la propia divinidad o espíritu de la tierra y, al mismo tiempo, del templo que en las viejas tradiciones era el árbol o el bosque. Y esta idea del Dios-Templo resulta arcaica y a la par novedosa en nuestro contexto cultural en el que las religiones han evolucionado desde hace muchos siglos hacia los cultos y rituales que se practican en templos artificiales, erigidos muchas veces en los mismos enclaves dónde tenían lugar los ritos paganos.” Ignacio Abella, “La cultura del tejo.” 

 

Ya hemos visto en capítulos anteriores como estos espacios sagrados ceremoniales suelen estar real o simbólicamente vinculados al Mundo Subterráneo, a la matriz ctónica de la Diosa/Mari en la que según las cosmovisiones arcaicas tenía lugar la regeneración cíclica de la vida de la superficie terrestre. En el caso de los árboles, su vinculación mítica con este inframundo uterino pagano tiene un sorprendente referente simbólico en la similitud morfológica entre la placenta humana (junto a su cordón umbilical) y la fisionomía natural del árbol. Así podríamos establecer una analogía simbólica entre ambos, que además dota de plena significación al concepto mitológico del “Árbol de la Vida”. Dicha analogía quedaría como sigue: En la Tierra fértil (útero) crece un árbol (placenta) que a través de la savia (alimento) que corre por su tronco (cordón umbilical) genera  el fruto (bebe).

 

 A la izquierda, "arbol del mundo" como axis mundi. A su derecha, fotos de placentas.

 

Culturas arcaicas de todos los continentes comparten, bajo diferentes denominaciones y tradiciones, la creencia animista de que la placenta es el “espíritu guardián” o “compañero” del bebé durante la gestación, por lo que transcurrido el parto, se la honra y se la entierra ritualmente en algún lugar sagrado generalmente vinculado al mundo vegetal (en un jardín, en un huerto, junto a un árbol,…):

 

 «Establecer una hermandad con las energías vitales del reino vegetal a través de la placenta o el cordón umbilical, parece haber sido un concepto mágico común a toda la humanidad primitiva» Gutierre Tibón, “La sacralidad de la Triada prenatal: Cordón, amnios y placenta.”

 

Placenta sagrada. Oleo de Paz treuquil.
Placenta sagrada. Oleo de Paz treuquil.

Esta tradición ancestral también parece haber formado parte de la cultura tradicional vasca, pues como señala Félix Mugurutza, la placenta (selaun en euskera) podría tener su origen etimológico en los términos seni (niño) y lagun (amigo). Así, en Artziniega (Álava) se la “recibía” comúnmente con telas blancas como si fuera un bebe, para posteriormente ser enterrada ceremonialmente. En la misma provincia, en el pueblo de Berantevilla, a la placenta se la llamaba “madre” y la enterraban en el huerto. Y en Elgoibar (Gipuzkoa) se sabe de la antigua tradición de darla sepultura bajo el alero del etxe, en la línea sagrada formada por los goterales del tejado.

 

Sabiendo como sabemos, que para las culturas animistas, las formas de la naturaleza evocan siempre información y conceptos que las trascienden, podríamos interpretar que los árboles, o más bien los bosques, serían pues la placenta o membrana de protección de nuestro planeta. Sin bosques nuestro planeta estaría pues desprotegido física y espiritualmente, de ahí que cobre pleno sentido el concepto filosófico de “Árbol de la Vida”. Del mismo modo, los paralelismos simbólicos entre el cordón umbilical y el tronco del árbol, permiten visualizar y comprender más claramente el concepto cosmológico chamánico del “centro del mundo” como “ombligo” (ónfalos), como la abertura a través de la cual uno puede adentrarse (en espíritu) al interior de la matriz de la Madre Tierra. Lo que nos lleva finalmente a entender e interiorizar que los tres niveles cosmológicos (Cielo, Tierra e inframundo) que representa simbólicamente la imagen del Árbol del Mundo, no son meras descripciones geográficas exteriores al ser humano, sino parte intrínseca de nuestra propia consciencia y a través de la cual podemos acceder a estos tres diferentes planos de existencia. Así parece sintetizarlo la famosa visión del chamán sioux Alce Negro:

 

Heȟáka Sápa (Alce Negro), 1863-1950.
Heȟáka Sápa (Alce Negro), 1863-1950.

"Miré ante mí y percibí que los montes tenían peñas y bosques, y que de las alturas partía todo género de colores hacia el firmamento. De súbito estuve en la montaña más alta, y alrededor de mí, a mis pies, se dilataba la extensión total del mundo. Y mientras allí estaba contemplé más de lo que puedo describir y comprendí mucho más de lo que había comprendido hasta entonces; pues veía de modo sagrado, con el espíritu, las formas de las cosas, como si todo estuviera unido, como si todo fuera un único Ser. Y contemplé cómo el círculo sagrado de mi pueblo era uno de los muchos que componían un Gran Circulo, amplio como la luz del día y como el resplandor de las estrellas en la noche; y en su centro crecía un árbol majestuoso y florecido, que cobijaba a todos los hijos de una misma Madre y de un mismo Padre, y sentí que aquel árbol era sagrado."   Alce Negro (Oglala, Lakota)

 

Esta ancestral cosmología indígena, que tiene como uno de sus símbolos sagrados más representativos al Árbol del Mundo, también formó parte de la tradición indígena europea con las particularidades propias, claro está, de cada cultura o área geográfica concreta. En este sentido, los testimonios históricos, así como algunos árboles venerables que han sobrevivido hasta la actualidad, evidencian indiscutiblemente que fue costumbre ampliamente arraigada en toda la Península Ibérica el que clanes, aldeas o comarcas enteras tuvieran un árbol sagrado alrededor del cual realizaban rituales, compartían la palabra o tomaban decisiones en asamblea de forma colectiva y consensuada. Respecto a en que consistían exactamente los ritos de la espiritualidad naturalista ibérica que se llevaban a cabo al pie de estos árboles totémicos, no existen testimonios históricos explícitos, aunque si sabemos a ciencia cierta de que existieron hasta que la Santa Iglesia los hiciera desaparecer a través de una concienzuda labor represiva y evangelizadora.

 

Un ejemplo de ello lo encontramos en un documento escrito a principios del SXVIII por Juan de Villafañe (“Relación histórica de la vida y virtudes de la Excelentísima Señora Dª Magdalena de Ulloa”) en el que se nos relata las “misiones” que la Compañía de Jesús inicio en el año 1594 en los Valles Pasiegos de Cantabria, una zona geográfica aun por evangelizar por aquel entonces. Según los jesuitas, los pasiegos carecían de iglesias, vivían “en suma ignorancia de las más importantes y necesarias verdades del cristianismo” y tenían por altar natural a “un grueso roble al que veneraban con religioso culto”. Así, para “convertir” a aquellos montañeses “se determinaron los padres misioneros a disponer y a armar una tienda de campaña, inmediata al gran roble” para  poder oficiar misa junto al Templo natural pagano y marcar el terreno en el que posteriormente erigirían su iglesia.

 

Una de las reminiscencia culturales más relevantes de aquella ancestral espiritualidad naturalista montañesa que rendía culto a los árboles y el bosque, ha pervivido (aunque en un aspecto más lúdico que sagrado) en la tradición ampliamente difundida de “plantar el mayo o la maya” a principios del mes del mismo nombre. Una fecha a medio camino entre el equinoccio de primavera y el solsticio de invierno y que representa el inicio de la “estación luminosa” en el calendario ceremonial pagano europeo, es decir, el momento en el que los días se alargan y en el que la naturaleza salvaje y los campos de cultivo comienzan a verse beneficiados por la acción solar. En dichas fechas, “el bosque viene al pueblo” a través de un árbol que es seleccionado para la ocasión y que “se planta” en el centro del lugar ceremonial de la aldea, honrándole y bailándole para propiciar la fertilidad humana y de la naturaleza.

 

Uno de esos bailes ceremoniales, muy extendido aún en muchas zonas de Europa con múltiples variantes y coreografías, es la del “baile o danza de cintas”. Su representación arquetípica más conocida quizá sea el MayPole dancing (Baile del Palo del Mayo) de las Islas Británicas, en la que también se planta un “mayo” como elemento ceremonial central de la celebración y alrededor del cual, hombres y mujeres bailan sosteniendo una cinta sujeta al “árbol” que a su vez se entrelaza con las cintas del resto de danzantes. La vinculación del baile con el mundo vegetal y con el bosque es claramente manifiesta en el hecho de que antes del amanecer del día de la celebración (1º de mayo o Beltane), se acude al bosque a recoger flores y ramas de árboles para engalanar el exterior de las casas, en una costumbre similar a la del ramo de San Juan de la Península Ibérica.

 

En la cultura vasca dicho baile es conocido como zinta-dantza y tiene diversos nombres y coreografías dependiendo de cada área geográfica. Destacamos aquí la que ha pervivido en el pueblo alavés de Elciego, dónde el sentido arbóreo del “mayo” está implícito en el nombre del propio baile que se conoce como “Danza del árbol.” Así, a medida que las cintas se entrelazan y enroscan al tronco plantado, los bailarines se arrodillan y abrazan al árbol para honrarlo. Sobre estas antiquísimas ceremonias arbóreas con las que se alentaba la fertilidad humana y de los campos, James Frezar afirma:

 

Era costumbre, y todavía lo sigue siendo en muchas partes de Europa, salir a los bosques, cortar un árbol y traerlo a la aldea e hincarlo erguido en el suelo entre la alegría y el bullicio de las gentes, o bien cortar ramas en el bosque y ponerlas atadas en las casas. La intención de estas costumbres es atraer a la aldea y a cada casa en particular las bendiciones que el espíritu del árbol puede otorgar”. James Frazer, “La rama dorada".

 

Donostía, Árbol de San Juan. Foto de Bernardo Estornés.
Donostía, Árbol de San Juan. Foto de Bernardo Estornés.

Esta celebraciones tenían su continuidad casi dos meses después, en el solsticio de verano, época en la que se recogían ramas de determinados arboles del bosque, para engalanar las casas, bendecirlas y protegerlas de posibles males. Del mismo modo, también estuvo ampliamente arraigada la tradición de las “enramadas”, que consistía en “poner el ramo” al pie de las casas como forma de cortejo que entrelazaba simbólicamente la fertilidad vegetal con la humana. Por otra parte, en algunas zonas de Gipuzkoa y del norte de Navarra, existió (y existe) una tradición análoga a la del Palo de mayo y que es conocida como “el Árbol de San Juan.” De ella nos habla José Miguel de Barandiaran:

 

“También los árboles desempeñan papel destacado en las costumbres y mitos del solsticio de verano. En muchos pueblos plantan en la plaza o delante de una iglesia un chopo bien desmochado de ramas y descortezado. Es labor que hacen los mozos en la noche del 23 de junio, arrancando el árbol de donde se halle. Es el árbol de San Juan, bien conocido en Igantzi, en Bera, en Oiartzun, en Ataun y en Zegama. El espino albar, considerado como árbol sagrado, es elemento importante en los ritos del solsticio de verano. Este día en Donibane Garazi los pastores recogen púas de espino albar como preservativo contra el rayo. En toda Vasconia el espino blanco ha sido utilizado como pararrayos. En las esquinas de las casas y en las barreras de las heredades colocan ramilletes de espinos en Sara y en otros pueblos de Lapurdi, de Navarra y de Zuberoa. Cruces de espino se plantan en las heredades (Ursuaran, Valcarlos, Uhart-Mixe). En Sondika clavan en las puertas cruces de fresno, de las que suspenden diversos frutos, como maíz, trigo, patatas, manzanas, etc. Así esperan que habrá buenas cosechas.

 

Ramo de San Juan en la entrada de un caserío.
Ramo de San Juan en la entrada de un caserío.

En Corella cruzan los balcones con ramas de cerezo cargadas de fruto. Con ramaje de chopo adornan la casa en Doneztebe/Santesteban. Ramas de fresno o de roble ponen en las puertas en Zalla. Hojas de saúco y de nogal recogidas en la mañana de San Juan utilizan para infusiones que se toman como remedio de varias enfermedades (Barcus). En un roble hendido ad hoc hacen la operación de la hernia (Aztikeri) a la medianoche del 23 de junio, en diversos lugares del país vasco (Amorebieta-Etxano, Otxandio, Urbina de Álava, Larraun, Aezcoa, Ultzama, Roncal, Donazaharre).” José Miguel de Barandiaran, “Auñamendi Eusko Entziklopedia.”

 

 El árbol de batzarre

Todos estos antiguos ritos tienen su origen, sin duda, en los remotos tiempos en el que las comunidades humanas estaban asentadas no cerca, sino en el bosque (Basokoak, Basatiak). Con el paso del tiempo y a medida que la mayor parte de asentamientos humanos se fueron paulatinamente distanciando del bosque, la vinculación sagrada entre humanos y árboles se mantuvo (además de a través de los ritos arbóreos anteriormente reseñados) mediante el vínculo sagrado que dichas comunidades humanas tenían con majestuosos árboles que ocupaban el centro de muy diversos espacios ceremoniales y alrededor de los cuales nuestros antepasados se reunían y compartían la palabra. Hoy en día, la última generación de dichos árboles venerables se mantiene aún con vida en algunos pueblos europeos, y representan un fino y frágil hilo que nos mantiene todavía unidos a la cosmovisión y a la espiritualidad naturalista de las culturas aborígenes europeas.

 

Conceyu bajo el venerable tejo de Abamia, Asturias
Conceyu bajo el venerable tejo de Abamia, Asturias

Según Ignacio Abella, el emplazamiento de dichos arboles totémicos tendría su origen en antiguos bosques y arboledas sagradas que, con el paso del tiempo y a medida que las masas boscosas fueron menguando en tamaño y se comenzó a urbanizar la vida cotidiana, fueron sobreviviendo tan sólo determinados arboles venerables como representación simbólica del originario y ancestral bosque. De igual modo, los originarios ritos y ceremonias espirituales también fueron paulatinamente desapareciendo, perviviendo tan solo otro tipo de asambleas o reuniones de carácter más “mundano” (aunque no menos importantes), en las que se gestionaban y dirimían todo tipo de asuntos que afectaban a la vida comunitaria de nuestros antepasados.

 

"El bosque sagrado ha sido escenario de las reuniones de carácter político y social, ya fueran asambleas vecinales o parlamentos de una tribu, un pueblo, una comarca o un país. La imagen del consejo o asamblea del bosque continúa presente en nuestro imaginario colectivo de muchos modos distintos. (...) En definitiva, casi siempre árboles sagrados, pero también bosquetes o arboledas de donde, con el tiempo, el árbol único parece haberse segregado, sobreviviendo como una representación del antiguo bosque. (...) Así en el País Vasco, el robledal de Gernikazarra fue la matriz del actual parlamento y árbol juradero de Gernika. Pero citaremos algunos otros ejemplos de estos parlamentos vascos del bosque, como el «hermoso robledal» junto a la iglesia de Begoña (Bilbao) del que habla Humboldt en 1801, en el que el Encino de Begoña fue lugar de reunión de la Junta de vecinos. En Guipúzcoa, era lugar de concejo el robledal de Enecosaustegui. En el País Vasco francés, se celebraba la asamblea de Ustariz (Labourd) en el bosque de Haïtze y en el bosque de Libarrenx se reunía el «Silviet», la asamblea de Soule, en la que se tomaban las decisiones sobre las cuestiones comunes de todo el territorio (...)." Ignacio Abella, "El bosque sagrado. Creencias, mitos y tradiciones de los pueblos cantábricos."

 

 

Estas asambleas comunales se conocen hoy en día con el término genérico de “concejos abiertos” (o batzarres, en el caso particular vasco) y pueden considerarse como la institución comunitaria más antigua de nuestro continente. Según los lingüistas, la palabra concejo proviene del latín concilium (concilio), por lo que es obvio que el origen de estas asambleas era el de conciliar las distintas opiniones de los miembros de una misma colectividad. Los acuerdos se basaban en el quórum (consenso) al que llegaban los habitantes de cada aldea para decidir sobre cualquier aspecto en el que estuvieran involucrados particular o colectivamente los miembros de una comunidad concreta.  

 

Pero además de a través de estas etimologías latinas (concilium y quórum), podemos entender un poco mejor el verdadero sentido de estas asambleas comunales si las interpretamos desde una lengua preindoeuropea como el euskera. Ya hemos dicho antes que el equivalente al concejo abierto en la cultura vasca es el batzar o batzarre, compuesto por batz(a) (unión, conjunto) y ar (un sufijo que denota "fuerza o energía activa"). Así que una posible interpretación del término sería la de "acción/fuerza  de la unión/conjunto".

 

Por unidad tenemos que entender claro está a la comunidad, a la unión de los miembros mediante el consenso que desemboca en "la acción conjunta." Este acción se manifiesta en el trabajo en pos del mantenimiento y desarrollo fraternal de la comunidad, y que en la cultura vasca se denomina auzolan, de auzo (vecino, vecindad) y lan (trabajo). Así que sería algo así como "trabajo de/entre la vecindad."  Pero puesto que en la cultura tradicional vasca, la vecindad significa mucho más que la mera proximidad física, y el trabajo no tenía mucho que ver con la concepción asalariada que actualmente se otorga al término, podríamos traducirlo, en definitiva, como "tarea/labor en comunidad". Encontramos pues, sintetizado en el significado etimológico de los términos batzarre y auzolan, el profundo comunalismo que impregnaba la vida de la cultura tradicional vasca de antaño:

 

"Las parcas necesidades de las aldeas y anteiglesias no podían suscitar arduos problemas de administración municipal; construcción y reparación de abrevaderos, edificación y mantenimiento de puentes rústicos, aperturas de veredas, aprovechamientos forestales, protección de los árboles frutales y de los sembrados, regulación de los pastos. El instrumento de las obras de índole pública era la prestación personal, el «auzo-lan» o «auzalan» que aún perdura con su nombre arcaico. ¿Quién administraba, quién regía esos intereses comunes? Los interesados mismos, el «Batzarre», el llamado Concejo abierto. Ese «batzarre» o Concejo; ¿poseería su poder ejecutivo, o si la palabra suena demasiado solemnemente, su delegado o agente ejecutivo? Sobra la duda. Dicho agente recibió distintos nombres, según las comarcas; en Navarra, al parecer, le llamaron «majorinus», mayoral, de donde se derivó la voz «merino», y más generalmente «buruzagi», hasta que les suplantó en todas partes el arábigo «al-kaddi» «alcalde». (...) Compendiare en una frase la naturaleza política del Concejo: es una democracia directa, que por motivos y causas varias se irá mudando en democracia representativa." Antonio Campión, "El municipio vasco en la historia."

 

Hoy en día, desde diferentes ámbitos sociales y políticos vascos, se vuelve a reivindicar el batzarre como un sistema de organización social horizontal que, además de tener su origen cultural primigenio en la cosmovisión vasca arcaica, puede además servir de modelo alternativo a las instituciones políticas jerarquizadas actuales. Pero en este intento de reconstrucción cultural de lo que antaño fue el tejido comunitario y social vasco, se está dejando de lado el trascendental hecho de que dichos asambleas comunales se celebraban bajo la tutela de árboles sagrados que actuaban como autoridad y testigos de los acuerdos que en torno a ellos se consensuaban y pactaban. Esta “desaparición” del árbol de las asambleas comunales actuales es un evidente indicador, si se nos permite el atrevimiento, de nuestra desconexión con nuestro propio “centro” espiritual y corporal al que evoca el árbol sagrado como axis mundi de la comunidad. Debemos recordar, pues, que los batzarres indígenas eran (son) a pie de árbol y no por mera liturgia o tradición, sino por todos los valores biológicos y cosmológicos que representa el árbol, sin los cuales la cosmovisión ancestral vasca no puede desarrollarse en su sentido pleno.

 

Entre los vascos, la imagen del árbol de concejo por excelencia es la del Árbol de Gernika. Sin embargo, es importante reseñar que las famosas juntas que han tenido lugar a los pies de los sucesivos robles que allí han crecido a lo largo de más de 600 años, son una imagen desvirtuada del originario concejo abierto o batzarre. Así, mientras este último es sinónimo de democracia directa (asamblea), las juntas de Gernika lo son, por su parte, de la democracia representativa (parlamento). Es más que probable, que la tradición de “jurar los fueros” bajo la tutela del Árbol de Gernika, tuvo su origen en una época en el que las asambleas a pie de árbol eran una práctica generalizada por todo el territorio vasco (y peninsular). Los "nuevos señores" (de Vizcaya) se apropiaron de esa práctica comunitaria de relaciones horizontales y convirtieron el tradicional concejo abierto, en un concejo cerrado y “representativo”, en el que se tomaban las grandes decisiones de la comunidad, pero sin la comunidad.

 

Imagen actual del nuevo roble de la Casa de Juntas de Gernika.
Imagen actual del nuevo roble de la Casa de Juntas de Gernika.

 

Con el paso del tiempo, se fue mitificando la imagen del Árbol de Gernika como "único", cuando en realidad eran numerosos los arboles sagrados que existieron en los pueblos y comarcas vascas. Así por ejemplo, Ignacio Abella ha encontrado testimonios históricos de al menos 34 árboles de batzarre entre el País Vasco y Navarra; por su parte, Idoia Estornés nos expone también a continuación, como el batzarre en torno al árbol sagrado es la originaria práctica asamblearia por la que se regían las antiguas comunidades vascas:

 

“La falta de testimonios escritos nos deja por el momento ante un amplio terreno a investigar. Sin embargo, alejándonos del campo de las conjeturas, constatamos el hecho de que es rara la asamblea pública que se celebre dentro de la historia antigua y medieval vasca cuyos componentes no se acojan a la sombra de un árbol venerable. El árbol simboliza, en estos casos, la continuidad de la tradición oral, la voluntad del pueblo reunido, su capacidad para dictar leyes y la legitimidad del instrumento legislador. En las provincias rurales pero de sociedad estamental, el estado llano se reúne bajo el árbol tradicional, en contraposición a la nobleza y el clero que lo hace en lugares cerrados y de acceso restringido. (…) La merindad de Zornoza celebraba sus Juntas bajo el árbol de Aretxabalagañe, situado en término de Larrabetzu (Bizkaia). Este "aritz-zabala" o roble ancho era visitado por el señor de Vizcaya después de jurar en Gernika. Las Juntas de las Encartaciones lo hacían bajo el árbol de Avellaneda y la merindad de Durango en la ermita situada en la cumbre de la colina de Gerediaga. El árbol de Gerediaga proyectaba su sombra sobre la mesa y asientos de piedra colocados ante la ermita que servían de asientos y mesa deliberatoria a los apoderados de las repúblicas vizcaínas que correspondían a la merindad. Este árbol era un roble secular que dejó de existir a raíz de un corrimiento de tierras en la segunda mitad del siglo XIX. El Ayuntamiento de Artzentales se congregaba bajo el roble llamado la Rebolla del Concejo, situado al lado de la parroquia de Linares. La merindad de Markina celebraba sus Juntas bajo el árbol de Sagastiguren". Idoia Estornés Zubizarreta , "Árboles sagrados en Euskal Herria."

 

Plaqueta arboriforme similar a la hoja del tejo. Cueva de Parpalló. 14.000 años.
Plaqueta arboriforme similar a la hoja del tejo. Cueva de Parpalló. 14.000 años.

¿Antecedió el tejo al roble como principal árbol ceremonial vasco?

 

Diversas evidencias históricas han puesto de manifiesto que el papel que ha ocupado el roble a lo largo de los últimos siglos como “centro” del espacio ceremonial vasco en el que se celebraban los batzarres, parece que se impuso sobre la previa veneración indígena al tejo como árbol totémico más representativo y en torno al cual no solo se celebraban concejos, sino también ritos de carácter animista cuyas características concretas nos son desconocidas hoy en día.

 

Sabemos de esta preponderancia del tejo respecto al roble, porque aún existen tejos milenarios presidiendo espacios sagrados antiquísimos en determinadas áreas de la geografía del llamado Arco Atlántico europeo, dónde junto a las construcciones megalíticas, constituyen rescoldos de una ancestral cultura preindoeuropea que se extendió desde Alemania hasta Galicia (Isas Británicas incluidas), y de la que la cultura vasca formaba parte. Este culto al tejo podría remontarse incluso hasta el Paleolítico Superior, dónde sus hojas aparecen recreadas en pinturas rupestres del arte franco-cantábrico según ha podido comprobar, tras un minucioso trabajo recopilatorio, Ignacio Abella:

 

“Resulta curioso que estas representaciones paleolíticas que tienen milenios de antigüedad se encuentren precisamente en el área geográfica atlántica, donde el culto al tejo ha sobrevivido hasta nuestros días con muy diversas manifestaciones culturales o religiosas. Es una elocuente demostración de la sucesión de distintos cultos y tradiciones en los mismos centros sagrados, por siglos y siglos, desde tiempos inmemoriales.” Ignacio Abella, “La memoria del bosque”

 

Pero a diferencia de otras áreas geográficas de dicho Arco Atlántico europeo como Asturias, Bretaña, Irlanda o Escocia, en la que aún sobreviven algunos ejemplares venerables de esta ancestral cosmovisión naturalista, en el territorio vasco no queda en la actualidad ni un solo espacio ceremonial presidido por un tejo. Persiste sin embargo su memoria en numerosos escudos de ayuntamientos, sobre todo gipuzkoanos (incluido el de la propia provincia, con sus famosos tres tejos), pero también bizkainos, como por ejemplo en el escudo de la villa marinera de Lekeitio. Esta población, que curiosamente dista poco más de 20 kilómetros de Gernika, albergó hasta tiempos recientes un tejo que, a juzgar por su tamaño, ya era anciano cuando nació el primer roble de Gernika. En la siguiente cita recogida por Ignacio Abella, se puede comprobar que hace más de 500 años  ya se realizaban batzarres en torno a él:

 

Tejo milenario que presidio los batzarres de Lekeitio durante siglos.
Tejo milenario que presidio los batzarres de Lekeitio durante siglos.

“En Lekeitio, Bizkaia, donde ya ni siquiera se recuerda el tejo, salvo por su presencia en el escudo de la villa, tenemos una valiosa cita de Antonio Cavanilles, sobrino del famoso botánico, que escribía en su libro “Lequeitio” en 1857: ‘Hay acuerdos de primero de Enero de 1487 y de años  posteriores, en que se dice que el ayuntamiento se reunía debajo del tejo que está en el cementerio de la iglesia. Esto era entonces muy general, y aun en Bayona se usó este modo de celebrar concejo’.”

 

Esta trascendental información, rescatada por Ignacio Abella junto a esta antigua foto del árbol, es de un valor incalculable para poder demostrar el papel que jugó el tejo como árbol sagrado de los espacios ceremoniales vascos. Sabemos que el tejo es el árbol de crecimiento más lento y que a tenor del tamaño del tronco del de Lekeitio estamos, sin duda, ante un árbol milenario (así por ejemplo, al famoso texu de Bermiego de 7 metros de cuerda se le estima una antigüedad de 2.000 años).

 

Sabemos también que el tejo estaba situado en el cementerio de la iglesia de Santa María, construida en el SXV, que a su vez se edificó sobre la anterior iglesia románica del SXIII, por tanto, la primera iglesia fue construida en un espacio ceremonial pagano que el tejo ya llevaba muchos siglos presidiendo. Este espacio ceremonial era al mismo tiempo cementerio y lugar de junta vecinal (batzarre), una circunstancia que sabemos fue común en la antigüedad en otros muchos lugares y que nos permite hablar de un verdadero “árbol de los antepasados”.

 

"El cementerio no era simplemente un "depósito de cadáveres". El campo santo era sagrado porque allí estaban todas las generaciones de ancestros de una determinada comunidad y, seguramente por este motivo, muchas juntas y concejos se celebraban en estos recintos o en sus inmediaciones. En efecto, el árbol o árboles de cementerio, especialmente los tejos del Arco Atlántico, tenían una función funeraria, acogiendo a todos los vecinos en una suerte de mausoleo vivo que terminaba absorbiendo y encarnando de algún modo los cuerpos de los difuntos en un solo cuerpo colectivo y vegetal. Pero al mismo tiempo en lugares como Estry (Normandia), San Esteban de Cuñaba (Asturias), Toporías (Cantabria) o Lekeitio en Vizcaya, por citar algunos ejemplos notables, tenemos constancia de que ese tejo fúnebre hacía también las veces de ayuntamiento o lugar de asamblea de los vecinos, en un bucle que unía al mundo de los vivos y de los muertos. De ahí también el carácter sagrado del árbol testigo y los acuerdos que se tomaban a su vera." Ignacio Abella, "El bosque sagrado."

 

Tejo rodeado de tumbas en un cementerio de Dartington, Inglaterra.
Tejo rodeado de tumbas en un cementerio de Dartington, Inglaterra.

 

El tejo es una de las especies de árbol más antiguas del mundo (se han encontrado fósiles de tejo del periodo triásico, de hace más de 200 millones de años) y ha sobrevivido, por tanto, a todo tipo de vicisitudes climáticas en la historia de nuestro planeta. De extraordinaria longevidad, siempre verde y rebrotando aún caído, es un árbol venerado desde la antigüedad en todo el hemisferio norte de nuestro planeta. Así por ejemplo, la denominación del tejo en japonés (Ichi-i), tiene un significado de “rango social supremo”; del mismo modo, entre algunas culturas nativas norteamericanas de la costa del Mar Pacífico, el tejo es el “árbol jefe de todos los árboles” y en la tradición irlandesa, el tejo es denominado el “patriarca de los bosques antiguos”. En igual sentido, y si consideramos como hemos dicho antes, al euskera como un reflejo oral de la cosmovisión preindoeuropea, la palabra para denominar al tejo, Agin, denota  la importancia que tuvo en las culturas aborígenes de nuestro continente. Así, el verbo Agin(du) en euskera, está relacionado con la idea de "autoridad, liderazgo" (autorizar, mandar, prometer, dar la palabra,....). Y  el sustantivo agintari significa "jefe" o "líder".  

 

Por otro lado, es un árbol que representa a la perfección el nexo entre lo terrenal y el “más allá”, pues su altísima toxicidad tanto quita la vida (recordemos la muerte por ingestión de tejo que se daban los pueblos cantábricos para evitar la esclavitud romana) como la salva (un derivado del tejo, el taxol, se utiliza en medicina como un potente anticancerígeno). Igualmente, también existen diversos testimonios de que algunas sustancias alcaloides del tejo (taxinas) fueron utilizados antiguamente para elaborar un alucinógeno que se tomaba con fines rituales (aunque esto es algo que, por su obvia peligrosidad, recomendamos encarecidamente no hacer en la actualidad). Este posible uso psicoactivo del tejo en ceremonias de carácter chamánico, así como su estrecha vinculación con la muerte y el más allá, fueron, sin duda, algunos de los factores que desembocaron en que el tejo fuera la especie elegida para presidir los lugares de enterramiento de nuestros antepasados. Su papel de psicopompo (vehículo de las almas hacia el más allá) en la cosmovisión indígena europea puede intuirse en una leyenda bretona según la cual “las raíces del tejo se introducen por la boca de los difuntos que yacen a sus pies.”

 

 

Vaso de Arcóbriga, Cerro del Villar, Zaragoza (aprox. 2.000 años de antigüedad). El dibujo representa un enorme portalón similar al de otras iconografías mortuorias ibéricas o etruscas que representan “la puerta hacia el más allá”. En el centro, una enorme rama de tejo brota de la cabeza de una figura antropomorfa.

 

Estos lugares ceremoniales presididos por tejos eran tan importantes y sagrados para nuestros antepasados que, con la expansión de la religión cristiana, junto al árbol que los presidía se construyeron ermitas e iglesias con el objetivo de ’convertir’ progresivamente a los que allí se congregaban. Esto es claramente manifiesto en algunos pueblos de Asturias, dónde tejos antiquísimos se alzan junto a ermitas de una antigüedad mucho menor que la del propio árbol. A este respecto Ignacio Abella apunta:

 

“Desde muchos siglos atrás, enormes tejos, de incalculable edad, crecen junto a Iglesias mil veces reconstruidas sobre sus propias ruinas, y en muchos casos edificadas sobre los cimientos de cultos anteriores. El cementerio, las viejas lápidas funerarias, los monumentos megalíticos que en ocasiones encontramos en estos centros de poder, hacen aún más compleja y rica la interpretación de su significado. (...) Una de las mayores controversias sobre este árbol ha sido la de si su presencia fue anterior, coetánea o posterior a la de la iglesia que acompañaba. A este respecto dice Alain Mitchel: ‘Según una leyenda anglosajona, los tejos antecedieron a las iglesias. Se trataba de árboles sagrados, posiblemente símbolos de inmortalidad.’

 

(...) De esta forma, la Iglesia, fiel a su costumbre de utilizar el poder de convocatoria de los árboles y lugares sagrados de anteriores tradiciones espirituales, habría elegido estos enclaves respetando el tótem arbóreo, el templo vivo. Por otro lado, y visto el fuerte arraigo de esta bella tradición, podemos sospechar que en otros tiempos debió de estar más extendida, siendo estos ejemplares actuales, aunque numerosos, tan sólo reliquias de esta importante religión." Ignacio Abella, "La magia de los árboles."

 

Podríamos concluir, por tanto, que no existe especie arbórea cuyo simbolismo mítico y etnográfico encaje de manera tan evidente con los atributos de la Gran Diosa/Mari. Por un lado, la vinculación mitológica del tejo con el inframundo, con la matriz ctónica de la Madre Tierra que alberga el espíritu de los antepasados de cada comunidad concreta, queda atestiguado por su función primordial como árbol funerario. Por otro lado, sus excepcionales particularidades biológicas tanto pueden permitir la sanación, como provocar la muerte, algo paralelo al papel dual de Mari como deidad de la naturaleza salvaje que tanto puede “crear” fenómenos atmosféricos benignos, como dañinos para la comunidad. Del mismo modo, el papel de “jefe de todos los árboles” (agin-tari)  que el tejo desempeña en numerosas cosmovisiones arcaicas del planeta, es similar al rol jerárquico que desempeña Mari respecto al resto de númenes de la mitología vasca.

 

Tejo en Urbasa, Navarra.
Tejo en Urbasa, Navarra.

 

Esta significación mítica que vincula al tejo y a la Gran Diosa de las mitologías preindoeuropeas, puede identificarse claramente en una ceremonia ritual de más de 3.000 años de antigüedad que se celebraba entre los hititas (Anatolia) para coronar a sus reyes y en la que podemos vislumbrar una significación, en cierto modo análoga, a la de algunas leyendas medievales vascas en la que para legitimar míticamente el nuevo linaje caballeresco patriarcal, se atribuía a Mari el haber sido la esposa del primer Señor de Vizcaya (Diego López de Haro). Así y de manera similar, los invasores indoeuropeos que fundaron el llamado Nuevo Reino Hitita (1.450-1.200 a.C.) en la Península de Anatolia, conservaron parte de las tradiciones aborígenes de los hattianos, entre ellas la de que la jura del rey se hiciera escenificando ritualmente su matrimonio sagrado con la Gran Diosa bajo la tutela de un tejo sagrado. 

 

“En  Anatolia,  los  hititas  indoeuropeos  conservaron  mucho  de  la  antigua  religión  de  los hattianos. Sólo la Diosa de la tierra o Diosa del trono tenía el poder de adoptar al candidato a rey y otorgarle  la  insignia  real.  En  su pacto  ritualizado el  rey  aceptaba  administrar  y  proteger  la tierra.  Su  unión  ritual  (diosa  y  rey)  era  simbolizada  por  el  poder  del  árbol sagrado: ‘Así como el tejo es siempre verde, y no pierde sus hojas, así podrán prosperar el rey y la  reina’.  Esta  frase  del  texto  ritual  nos  muestra  también  perfectamente  por  qué las representaciones terrenales del Árbol de la Vida fueron un ‘siempreverde’.” Fred Hageneder, “Yew. A history.”

 

Efectivamente, el que el tejo (“siempreverde”, es decir perenne) fuera antaño entre los pueblos preindoeuropeos la especie totémica que simbolizaba el Árbol de la Vida o Árbol del mundo, ha sido y es defendido por numerosos investigadores. En este sentido, la imagen mitológica más utilizada en Europa para representar arquetípicamente dicho árbol es el famoso Yggdrasill de la mitología nórdica, el cual, aunque su descripción más generalizada suele ser la de un fresno, ello no encaja con el hecho de que en las leyendas se le describa como un árbol que está siempre verde. Así, F.R. Schröder propone que el término Yggdrasill significa "Pilar de tejo", derivando yggia de igwja (que significa " árbol de tejo "), y drasill de dher- (que significa "soporte"). Esta interpretación etimológica identifica, pues, al tejo, como la especie arbórea que representa mitológicamente el Pilar o Eje del Mundo (axis mundi). Y en este mismo sentido se pronuncia Jan de Vries:

 

“Junto a la idea de que el Árbol del Mundo (Weltbaum) era un fresno, que domina en la tradición escandinava occidental, se ha configurado otra tradición tal vez más antigua o especialmente del este de Escandinavia, según la cual se trata de un tejo.” Jan de Vries, “Altgermanische Religionsgeschichte.”

 

Pero prosiguiendo con la función del tejo como “Árbol juradero” en la antigüedad, encontramos una referencia medieval con ciertos paralelismos con el papel que desempeñó el Árbol de Gernika como testigo del juramento de los fueros vascos. Así el imponente Tejo de Ankerwycke al que se le atribuye actualmente una edad de 2.500 años, acogió hace 800 años el juramento del Rey Juan I de Inglaterra en el que se comprometía a respetar los fueros de la nobleza:

 

"El tejo, árbol mucho más antiguo y duradero que el roble (puede llegar a alcanzar entre 3.000 y 4.000 años) fue también considerado sagrado en toda Europa, Oriente Próximo y el mundo mediterráneo. No cabe duda de que fue sagrado también entre los vascos, y en toda la Cordillera Cantábrica, ya que, sobre conservar esa consideración, ahora en auge respecto al roble, aparece a menudo junto a dólmenes, viviendas de traza neolítica e iglesias (...) En plena Edad Media, el venerable tejo de Ankerwycke, en el Prado de Ruanymede, a orillas del Támesis es famoso por que, según la tradición, bajo sus ramas juró en 1215 Juan sin Tierra (rey de Inglaterra, señor de Irlanda, Duque de Normandía y Aquitania y conde de Anjou) la Carta Magna: un pacto con los nobles (guerreros hacendados), villas y ciudad de Londres, en el que se obligaba a respetarles sus fueros. Es decir, sus costumbres, derechos, privilegios y libertades. Su contenido presenta varios puntos esenciales comunes con las posteriores versiones escritas (1445 y 1527) de los Fueros de Vizcaya, donde, dadas las relaciones marítimas, sería sin duda bien conocido. Cabe preguntarse, pues, por qué en la Edad Media, para el caso de que no remita a la Antigüedad o tiempos anteriores, se consolidó el roble, y no el tejo, en particular entre los vascos, como árbol-concejo o árbol-asamblea y, en consecuencia, como árbol símbolo jurídico." Guillermo García Pérez, "El árbol de Guernica y otros árboles junteros."

 

Tejo de Ankerwycke, Wraysbury, Inglaterra.
Tejo de Ankerwycke, Wraysbury, Inglaterra.

 

Como nos indica Guillermo García Pérez en el párrafo anterior, cabe preguntarse por qué en el territorio vasco, a diferencia de otras regiones del Arco Atlántico Europeo, el ancestral papel del tejo como árbol de concejo se trasladará, en alguna época determinada, al roble. Obviamente, no se trata aquí de elegir entre una especie u otra, sino de dilucidar por qué se produjo este cambio simbólico en el algún momento de la historia antigua. En este sentido, algunos autores señalan que es posible que la preponderancia simbólica del roble sobre el tejo tomara forma definitiva durante la Edad Media, cuando los “valores indoeuropeos” se consolidaron a través de los Señores de Vizcaya. Y es que según expone James Frazer  en su célebre “La rama Dorada”: ‘el culto al roble, o al dios roble, parece haber sido compartido por todas las ramas del tronco ario en Europa’, es decir, que el roble es el árbol sagrado por antonomasia de los pueblos indoeuropeos. Representa a Zeus entre los griegos, a Júpiter entre los romanos, al herrero divino Thor entre los germanos, a Perun en las culturas eslavas; y entre los pueblos semíticos, Yahve elige precisamente un roble para aparecerse ante Abraham. Por otro lado, al ser una de las especies que con mayor frecuencia eligen los relámpagos en sus sacudidas sobre la tierra, fue una especie especialmente reverenciada por todas estas culturas indoeuropeas, cuyas principales deidades masculinas portaban un rayo en sus manos como representación simbólica del Reino Celeste desde el que gobernaban con “mano de hierro” sobre la Tierra.

 

Podríamos añadir también que en la tradición sacerdotal masculina de la religión druídica celta, el roble es una especie arbórea especialmente totémica; no en vano, el término “druida” se dice que deriva de los términos indoeuropeos  drus (“roble”) y wid (“conocimiento”), es decir, “alguien con el conocimiento del roble. En este mismo sentido, Guillermo García Pérez considera que la identificación del roble como árbol totémico referencial del pueblo vasco, es una tradición cultural y espiritual cuyos origines primigenios pueden remontarse hasta los invasores celtas que se extendieron por parte de los territorios de las actuales Francia y España durante la Edad del Hierro y cuya influencia cultural se extendió hasta la Edad Media, dónde finalmente cristalizó la preponderancia del roble sobre el tejo como principal árbol juntero vasco. 

 

“La  importancia  del  culto  al  roble  en  el  centro  y  norte  de  Europa,  el  uso  de ejemplares  notables  de  esta  especie  como  centro  de  reunión  e  incluso  como  templo, permite sospechar a distintos autores que el culto al Árbol de Guernica y sus congéneres sean de  origen celta.  En  épocas  anteriores  podría  haberse  usado  con  los  mismos  o parecidos  propósitos  el  tejo,  árbol  más  antiguo  y  longevo,  como  ya  sabemos,  en particular en el  Arco Atlántico:   Cordillera   Cantábrica,   Noreste   de   Francia,  Islas Británicas e Irlanda.” Guillermo García Pérez, "El árbol de Guernica y otros árboles junteros."

 

Bellota ("glande" en latín)-
Bellota ("glande" en latín)-

No pretendemos con esta exposición de datos crear un “enfrentamiento” cultural entre estas dos especies de árboles; en todo caso podríamos más bien entrelazarlas como dos símbolos arbóreos cuyos atributos míticos, en algunos casos aparentemente antagónicos, se complementan como símbolos de la dualidad cosmológica propia de toda cultura indígena. Así, si bien el tejo nos evoca siempre un cierto aire de espiritualidad y misticismo por su vinculación con el inframundo pagano; el roble, por el contrario, parece estar más vinculado simbólicamente al mundo material ("fuerte como un roble"), pues con su resistente madera nuestros antepasados construían prácticamente de todo, se abastecían de una excelente leña y utilizaban su fruto, la bellota, para elaborar la harina con la que cocinaban y horneaban todo tipo de alimentos. Y si nos tomamos la licencia de hacer un paralelismo con la mitología preindoeuropea, el tejo siempre verde e inmutable, parece representar a la eterna e inmortal Gran Diosa del Mundo Subterráneo. Por su parte, el roble, con su hoja caduca y su simbólica bellota que evoca en sus formas la fertilidad masculina (no en vano en latín bellota se dice "glande"), representaría al Dios año de la fertilidad (Hombre Verde), que muere y renace periódicamente al ritmo de los ciclos solares. Ambos árboles, entrelazados como una Hierogamia arbórea, representan las dos especies totémicas por excelencia de la Europa aborigen prehistórica.