“Las brujas vascas conservan el secreto. Son las herederas de los salvajes (gentiles) que habitan en las estrellas, en los dólmenes y en el interior del cromlech. Son las sucesoras de aquellos Mairus que enviaron las piedras del cielo para construir los monumentos que definen una comunidad de seres humanos. Documentos de paradoja como el del fuego, que es tanto arriba (rayo) como abajo (lava) y en torno al cual se configura la relación básica de una comunidad” Jakue Pascual Y Alberto Peñalva, “El juguete de Mari”
Artículo de Guillermo Piquero.
Ya hemos hablado en la introducción que con el calificativo de “animistas” nos referimos, de forma genérica, a todas aquellas culturas que, como antaño la vasca, entienden que todo ser vivo, fenómeno atmosférico o ciclo natural esta “animado” por determinadas fuerzas espirituales que determinan su origen y que condicionan su vida en el mundo físico visible. Al mismo tiempo, dichas fuerzas espirituales proceden (y forman parte) de una unidad orgánica mayor, que en este trabajo denominamos indistintamente Mari o Gran Diosa, y que podría definirse como el alma o espíritu universal de nuestro planeta. Dicho anima mundi es por tanto, el que produce o “pare” desde el interior de la tierra (como metáfora ctónica del más allá) los distintos seres y fuerzas naturales que se manifiestan físicamente es nuestro mundo, como así lo expresan claramente los mitos y leyendas vascas.
Para nuestros antepasados, era pues de vital importancia mantener vías de comunicación con esta dimensión espiritual de la naturaleza, a través de ritos, ceremonias y tradiciones sagradas que siempre tenían como fin último, armonizar la relación existente entre el mundo físico y el espiritual para que el equilibrio sagrado de la vida no se rompiera. Con el paso del tiempo y la represión continuada y sistemática contra la cosmovisión pagana vasca, dicho equilibrio se rompió y la balanza terminó por escorarse notablemente descompensada hacia el lado material, desembocando en la percepción generalizada actual, de que el animismo es un sistema de creencias basado en actos de fe que se fundamentan en la fantasía mitológica de nuestros ancestros.
Sin embargo, para las culturas animistas la comunicación con el mundo espiritual no es un hecho fantasioso o meramente litúrgico, sino que constituye un hecho objetivo, empírico y verificable, ya que se comunican e interactúan en primera persona con seres y realidades que forman parte de ese otro mundo, aparentemente invisible para los ojos del mundo occidental. El que esto sucediese antiguamente en el territorio vasco, como ocurría y ocurre en tantos otros lugares del planeta habitados por culturas ancestrales, es un hecho que resulta extremadamente difícil de admitir, comprender o visualizar desde la perspectiva racional y científica de nuestra sociedad actual. Pero si nos parece normal y comprendemos perfectamente la imagen de un nativo americano teniendo una visión o la de un chamán amazónico en trance durante una ceremonia, podremos entender que dicha religión naturalista universal también se desarrolló antiguamente y con sus particularidades culturales propias, en la geografía vasca.
Estos ritos y prácticas espirituales que permiten a las culturas animistas interactuar de manera profunda con el “más allá”, se engloban en la actualidad bajo el genérico concepto de “chamanismo”, un término antropológico que aunque en origen hiciese referencia a la espiritualidad de las culturas siberianas y altaicas, ha terminado por extrapolarse a todas aquellas culturas indígenas que poseen personas especializadas en intermediar con la dimensión espiritual de la naturaleza (chamanes) y que han sido iniciados en la capacidad de emprender “viajes en espíritu” (trance extático) con el objetivo de servir de ayuda a los miembros de su comunidad (consejo, sanación,…).
Axis Mundi: el eje del mundo
Desde el punto de vista del academicismo occidental, los estudios más completos y detallados hasta la fecha sobre la cosmología de las culturas chamánicas son, sin duda, los del escritor e investigador Mircea Eliade, quien logró reunir y sintetizar información de extraordinario valor sobre culturas arcaicas de todos los continentes, lo que le permitió su estudio comparativo, así como la búsqueda de analogías entre ellas. En su ya célebre “El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis”, Eliade expuso a mediados del pasado siglo, como existen una serie de prácticas rituales y conceptos asociados a la cosmología del “más allá”, que en sus aspectos más fundamentales, son universalmente compartidos por culturas arcaicas de todos los continentes, independientemente de la inmensa distancia geográfica que en ocasiones las separe. El más importante de todos ellos y el que más nos incube en este momento del relato, es el concepto de “eje o pilar del mundo” (Axis Mundi), una simbólica línea o sendero vertical que actúa como nexo entre las tres regiones principales del cosmos chamánico: Cielo, Tierra e inframundo.
Por supuesto, estas tres regiones cósmicas no deben entenderse desde una perspectiva meramente espacial o geográfica, sino que de forma complementaría podrían definirse como diferentes planos de existencia, a los que se puede acceder a través de determinados estados de consciencia (sueños, visiones, trance leve, trance profundo, etc.). Así, haciendo un paralelismo bastante esquemático desde la perspectiva de la psique humana: la Tierra o Plano horizontal, correspondería con el espacio físico donde nos desenvolvemos a través de nuestra consciencia ordinaria, mientras que el inframundo y el cielo, que componen el llamado Plano vertical, hacen referencia respectivamente a la mente subconsciente y a la supraconsciente, es decir, diferentes niveles de consciencia que posibilitan acceder a otros mundos o realidades paralelas que catalogamos bajo el genérico término de “espirituales”.
“El Mundo Medio es el lugar en que vivimos (la Tierra, el mundo físico, el mundo de la consciencia ordinaria). […] El Inframundo puede ser visto como la matriz de la Madre Oscura, la materia primaria de la que surge la vida, dónde el viajero va en busca de respuestas a preguntas fundamentales sobre las raíces de la existencia. En términos humanos corresponde al subconsciente. A través del inframundo se tiene acceso al Yo. El Mundo Celeste representa las aspiraciones del espíritu y los niveles más elevados de consciencia a los que viaja el iniciado tras su inmersión en el caldero del renacimiento.” Anna Franklin, “El círculo sagrado"
Imagen izquierda: Representación gráfica del universo cosmológico chamánico. Imagen derecha:
Estela de Barros, Cantabria (2.500 años de antigüedad).
Para expresar gráficamente esta cosmología podemos partir de la imagen de dos líneas perpendiculares, de una cruz. La línea vertical representaría en su mitad superior el Cielo y en su mitad inferior el Mundo subterráneo. Por su parte, la línea horizontal representaría el mundo físico visible (Mundo medio) que se expande hacia las cuatro esquinas del mundo desde el punto de intersección con la vertical. Ahí está lo que en las cosmologías chamánicas se denomina el “centro u ombligo del mundo”, una puerta de entrada/salida que permite recorrer (en espíritu) hacia arriba o hacia abajo el Axis Mundi. Así lo explica Mircea Eliade:
“La técnica chamánica por excelencia consiste en el paso de una región cósmica a otra: de la Tierra al Cielo, o de la Tierra a los infiernos. El chamán conoce el misterio de la ruptura de niveles. Esta comunicación entre las zonas cósmicas se ha hecho posible gracias a la propia estructura del universo. El universo, en efecto se concibe grosso modo, constituido por tres regiones (cielo, tierra e inframundo), unidas entre sí por un eje central (Axis Mundi). (…) este eje pasa por una “abertura” y por este “agujero” los dioses descienden a la Tierra y los muertos bajan a las regiones subterráneas; así mismo, por él, el alma del chaman en trance puede subir o bajar durante sus viajes.” Mircea Eliade,”El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis”.
Y así, al igual que el alma de los chamanes, Mari, como alma del mundo (Anima Mundi), también se desplaza a través del Axis Mundi, entrelazando las 3 regiones del universo cósmico chamánico. Siendo la máxima expresión simbólica de ello, sus epifanías en hoz de fuego, en las que partiendo siempre de sus moradas subterráneas, sale a la superficie y asciende hasta el Cielo para recorrer el firmamento en llamas. Parece pues que Mari, como jefa de todas las sorgiñas (chamanas vascas) conoce a la perfección el “misterio de la ruptura de niveles” del que nos hablaba Eliade en el párrafo anterior.
“Esta capacidad de Mari de traspasar los condicionantes espaciotemporales, de moverse entre dimensiones paralelas, entre los mundos fenoménicos que cubren de apariencias el espacio donde se asienta la eternidad del tiempo, es una de las constantes que se dan entre los gnósticos, los alquimistas, los herméticos, en los distintos cultos heréticos, animistas y brujeriles.” J. Pascual y A. Peñalva, “El juguete de Mari.”
Así, este entrelazamiento simbólico de las tres regiones de la cosmología chamánica (cielo, tierra e inframundo) también parece estar presente en el famoso conjuro de la sorgiñas vascas: “Por encima de todas las zarzas y por debajo de todas las nubes” (Sasi guztien gaineti eta odei guztien azpiti). Cuentan que las sorgiñas recitaban esta frase a la par que aplicaban en su cuerpo un ungüento (gantzugailu) formado por la combinación alquímica de varias plantas diferentes, que las permitía “desplazarse volando” (viajando en espíritu) hasta el lugar en el que se celebraba el akelarre. Por consiguiente, podemos afirmar que al igual que otras numerosas culturas animistas del planeta, las sorgiñas se servían de plantas con poderes psicoactivos para acceder a la dimensión espiritual de la naturaleza. Es de suponer que este compuesto vegetal no se lo aplicaban con fines lúdicos (o al menos sólo con ese fin) pues como nos indica la tradición oral recopilada por Barandiaran, las brujas y brujos vascos lo utilizaban para poder acudir a sus reuniones:
“A sus reuniones nocturnas y a los lugares donde realizan sus quehaceres las brujas y los brujos se trasladan muchas veces de modo preternatural mediante un ungüento con el que previamente se frotan y una fórmula que al mismo tiempo pronuncian. Las palabras que en este caso dicen son: Sasi guztien gaineti eta odei guztien azpiti (“por encima de todas las zarzas y por debajo de todas las nubes.” ). José Miguel de Barandiaran, “Mitología del pueblo vasco”.
Ese punto intermedio entre las “zarzas” y las “nubes” por el que vuelan las brujas vascas, debe corresponderse por tanto, con el punto de intersección entre el cielo y el inframundo (“centro del mundo”) del que nos habla Mircea Eliade al describir la cosmología chamánica y que el antropólogo identifica como la simbólica “abertura” por la que el chamán penetra cuando entra en trance. En el caso de las brujas vascas, dicha “abertura” parece situarse en el interior de su propia etxe, dónde se aplicaban o las aplicaban el ungüento, y desde dónde “viajaban en espíritu” hasta el lugar del akelarre. Así, Maria de Yurreteguía, una de las acusadas en el proceso inquisitorial de Zugarramurdi, testificó esto en relación a las ceremonias de iniciación de los brujos y brujas vascas:
“El maestro o maestra que han logrado convencer a alguno para entrar en la secta en uno de los días de asistencia al akelarre, dos o tres horas antes de la media noche, se dirige a la parte dónde está descansando el neófito, y después de despertarlo lo embadurna con agua verdinegra y hedionda las manos, sienes, pechos, partes vergonzosas y plantas de los pies, y luego lo lleva consigo por el aire, sacándolo por las puertas o ventanas que les abre el demonio o por cualquier agujero o resquicio de la puerta...” Maria de Yurreteguía, “Auto de fe de Logroño de 1610
Por consiguiente, es obvio que cuando en el chamanismo académico se habla del concepto del “centro del mundo” como representación simbólica del lugar dónde se produce la “ruptura de niveles” espacio-temporales, no se está hablando de un lugar geográfico único o concreto de nuestro planeta, ya que cualquier punto de la superficie terrestre en el que se manifieste lo sagrado (hierofanía) puede constituir, en potencia, un “centro del mundo”. Este hecho se fundamenta además, desde un punto de vista topográfico, en el que al ser nuestro planeta una esfera, existen infinitas posibilidades de proyectar simbólicamente un eje (axis mundi) en dirección al núcleo o centro de la tierra.
“Originariamente es centro, sede posible de una ruptura de los niveles, todo espacio sagrado, esto es, cualquier espacio sometido a una hierofanía y que manifiesta realidades (o fuerzas, figuras, etc.) que no pertenecen a este mundo.” Mircea Eliade,”El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis”.
Esta multiplicidad de “centros” sobre la superficie terrestre es perfectamente constatable en el microcosmos de las comarcas vascas, dónde en cada una de ellas existen diferentes emplazamientos geográficos en los que, según las leyendas, Mari se manifiesta en nuestro mundo. Por tanto, estos lugares sagrados no sólo sirven como “entrada” hacia el mundo espiritual, sino también como lugar de “salida” de las fuerzas del más allá hacia nuestro mundo:
“En la mitología vasca, las fuerzas de la Naturaleza residen en el mundo subterráneo, y pueden aflorar en cualquiera de las numerosísimas simas y cuevas que conectan ese mundo con la superficie terrestre, de modo que Mari, que encarna dichas fuerzas, aparecerá igualmente en una multiplicidad de lugares, lo mismo en unos que en otros.” Juan Inazio Hartsuaga, “Mitología vasca comparada.”
Estos emplazamientos geográficos, que son identificados por las culturas animistas como especialmente sensibles para que se manifieste “lo sagrado” son, igualmente, especialmente apropiados para que se desarrollasen determinados estados de consciencia que posibilitaban acceder a la dimensión espiritual de la naturaleza. Por ello, en ocasiones, dichos lugares se conviertan a su vez en espacios ceremoniales en las que las diferentes culturas practican sus ritos. Gran parte de estos lugares suelen estar ubicados junto algún punto geográfico que comunica físicamente con el subsuelo (simas, cuevas, lagos, manantiales, etc…), y en otras ocasiones esta conexión ctónica, no es geológica, sino recreada simbólicamente a través de construcciones humanas que evocan en sus formas el útero de la Diosa (sepultura, dolmen, crómlech, templo megalítico, etc…) y por las que se puede entrar (en espíritu) al Mundo Subterráneo:
"La impresión subjetiva que se tiene al ingresar por ese “orificio” (ombligo del mundo) y penetrar en las entrañas de nuestra Madre Tierra, es la de desplazarse velozmente por un túnel en el que se suceden vertiginosamente círculos concéntricos, con un centro oscuro en la lontananza y dónde aparecerá un resplandor cada vez más intenso a medida que se llega al centro. Nótese la similitud con algunos relatos de ciertas personas que dicen haber estado en una situación de muerte aparente.” Aukanaw, “La ciencia secreta de los mapuches.”
Todo lo que tiene nombre existe…
Esta capacidad de desplazamiento de la consciencia humana a través de estos mundos, no debe ser entendida como un atributo únicamente desarrollado por los/las chamanes. Quien haya podido convivir con culturas indígenas que aún mantengan su cosmovisión ancestral y la memoria de sus orígenes (como antaño fue la vasca), habrá podido comprobar que los estados de consciencia de sus individuos tienen muchos más “pliegues” y son mucho más ricos y complejos que los nuestros (los occidentales actuales). Dependiendo de cada persona y de su cultura concreta, los distintos niveles ontológicos de los que estamos hablando se solapan en ocasiones entre sí en el transcurrir de su vida cotidiana, siendo testigos de visiones y fenómenos que suelen ser catalogados como “fantasiosos” e “inverosímiles” cuando llegan a los oídos de investigadores que “estudian” dichas culturas desde la a veces limitada consciencia del observador occidental. Así explica este hecho el antropólogo Michael Harner, tomando como ejemplo a la cultura shuar amazónica:
“El problema no es, como sostienen algunos filósofos occidentales, que los pueblos primitivos como los shuar tengan una mentalidad prelógica. El problema es que el hombre occidental es, desde el punto de vista chamánico, un ser sencillamente no sofisticado. Un individuo shuar no necesita especificar a sus compañeros de comunidad en qué estado de conciencia se encontraba cuando tuvo una determinada experiencia. Ellos lo saben inmediatamente, porque ya han aprendido qué tipos de experiencias tienen lugar en el estado de conciencia chamánico y cuáles en el estado normal de conciencia. Sólo el occidental carece de este conocimiento previo. (…) Lamentablemente los observadores occidentales que no tienen gran experiencia con estados alterados de conciencia, a menudo olvidan preguntar en qué estado cognitivo se encontraban sus informantes nativos cuando tuvieron experiencias imposibles. (…) En otras palabras, los que están limitados no son los pueblos primitivos, sino nosotros, que somos incapaces de comprender la doble naturaleza de sus experiencias y el respeto con que se refieren a ellas.” Michael Harner, “La senda del chamán”
Este conflicto cultural entre la cosmovisión occidental y la cosmovisión indígena a la hora de catalogar como reales, sucesos o experiencias no comprensibles desde la racionalidad científica, ha quedado reflejado en el famoso proverbio vasco: direnik ez da sinistu bear, ez direla, ez da ezan bear (“No se debe creer que existen, pero no hay que decir que no existen”) el cual nos muestra, en enrevesada paradoja lingüística, el choque cultural entre la cosmovisión animista y la cristiana, en una cultura como la vasca en la que hasta principios del pasado siglo, son muy numerosos los testimonios sobre “apariciones” o “encuentros” fortuitos con distintos seres sobrenaturales. De hecho, el proverbio en el que se basó el anteriormente citado y que verdaderamente refleja el concepto de realidad de la cosmovisión aborigen vasca, es el también muy conocido: Izena duen guztia omen da (“todo lo que tiene nombre existe”). Sobre el significado intrínseco de dicho proverbio reflexiona José Miguel de Barandiaran en relación a un testimonio etnográfico que recopiló sobre un encuentro de un paisano vasco con las lamias (genios femeninos vinculados a determinados espacios sagrados naturales):
“Hoy se habla de lamias como de seres imaginarios de otro tiempo. Hay, sin embargo, personas que, al plantear la cuestión de la existencia de tales seres, recuerdan esta frase o sentencia tradicional en nuestro pueblo: Izena duen guztia omen da (“todo lo que tiene nombre existe”). Tal sentencia y su contraria, la cristiana, aparece en el siguiente relato que Catalina Erri-Eyarabide me contó en 1948:
‘Mi padre era de Mendibe. Cuando era niño, solía ir al catecismo por la mañana temprano, y una vez, junto al camino, vio a las lamias en un arroyo. Eran como las personas, pero un poco más pequeñas. Después se lo contó al cura, y este le dijo: ‘todos los seres de los que se habla existen; pero guarda para ti el secreto, no hay que decir que existen.’” Revista Eusko-Folklore (abril-junio 1956
Pero quizás, los episodios más conocidos sobre “apariciones” de seres sobrenaturales, lo constituyen las famosas “epifanías de Mari”, que hoy han tomado forma de leyendas fantasiosas en muchos libros de “mitología”. Sin embargo, fue precisamente el investigador al que le debemos el conocimiento actual del mayor número de ellas, José Miguel de Barandiaran, quien desde un primer momento trató y catalogó dichos sucesos como reales al describirlos con su famosa frase introductoria: “Mari ha sido vista…”. En el mismo sentido que Barandiaran, se reafirma el músico y folkorista vasco Enrike Zelaia, quien en una entrevista para el documental Anderea, relata algunos de los datos mitológicos que recopiló a finales de los años sesenta en el municipio de Altsasua sobre Mari. Zelaia recalca que sus informadores no le contaban leyendas, sino sucesos que habían vivido:
“Lo que si descubrí en aquella labor de campo que yo inicie al finalizar la década de los sesenta (SXX), fue un mundo de historia popular que permanecía oculto (…) y dentro de este “mundo” estaba la mitología altsasuarra, que yo hasta entonces desconocía (…) aquello me fascinaba y pase mucho tiempo recopilando historias por las casas (…) pero lo más curioso es que no me contaban historias, no me contaban leyendas, no me contaban cuentos o cosas que se decían; lo que me contaban eran cosas que habían vivido. La gente creía en la Diosa Mari, a la que también conocían por el nombre de Dama o Señora (Anderea). Era un ser que tenía formas, presencias físicas (…) en unas ocasiones aparecía como una cola de fuego, en otras como una hoz ardiendo, en otras como luminosidades, y en otras lo hacía como un remolino de aire que recorría el espacio.” Entrevista a Enrike Zelaia para el documental “Anderea."
El número de testigos de estas “apariciones” a lo largo y ancho de la geografía vasca es tan grande, y su procedencia geográfica tan diversa, que aunque sean falsos o frutos de la imaginación algunos testimonios, sigue siendo imposible catalogarlos en su totalidad como meras invenciones fantasiosas de nuestros antepasados. Parece obvio, por tanto, que lo que Barandiaran y otros estudiosos vascos recopilaron, fueron los testimonios de personas que aún mantenían viva en su interior (probablemente de forma ya atenuada), una consciencia animista ligada a la naturaleza, en la que el fino velo que separa lo visible de lo invisible, a veces era traspasado hacia uno u otro lado.
Pero no todo son referencias al pasado cuando hablamos de las “apariciones de Mari”. Y así, el antropólogo Juan Inazio Hartsuaga, contaba esta anécdota en una entrevista para la televisión pública vasca:
“No todos los que han creído en Mari están muertos. Yo tengo un amigo, que además es arqueólogo, y le interesa y le apasiona la mitología vasca, y la conoce muy bien, que cuenta como su madre le dijo una vez que había visto pasar a Mari con su hoz de fuego, de un monte a otro. Y mi amigo me decía: ‘Joder, es mi madre, y es una persona muy normal…, pero cuenta eso… y yo me quedo…’ Pues bueno, esa persona todavía vive.”
Por tanto, parece una hipótesis bastante verosímil el que el ser humano moderno, desconectado de la naturaleza e imbuido en el maquinismo y la tecnología, opera en unos niveles de consciencia “más bajos” que los de las culturas indígenas arcaicas. Y quizás por eso (en nuestra ignorancia) catalogamos como fantasiosas, percepciones de la realidad que en verdad son mucho más complejas y elevadas que la nuestra propia.
“Estos cambios de percepción producidos por el desplazamiento de la conciencia, sin pérdida ni distorsión de la misma, han recibido distintos nombres y definiciones según los investigadores. Al estado en que la conciencia está enfocada en un nivel de realidad ordinaria, o sea el estado de vigilia consciente del hombre moderno, lo llamaremos estado de conciencia ordinario, y a aquellos estados en los cuales la conciencia está desplazada hacia realidades no ordinarias los denominaremos con el nombre genérico de estado de conciencia chamánico, por ser éste una característica típica de las culturas chamánicas, como la mapuche. Pero no se interprete esto erróneamente creyendo que es un atributo propio de los chamanes. Es importante destacar que los tipos de realidad, junto con sus respectivos niveles, son siempre objetivos, es decir externos al sujeto y por lo tanto susceptibles de ser percibidos por innumerables sujetos simultáneamente. En cambio, los estados de conciencia correspondientes a cada uno de esos tipos o niveles de realidad son siempre subjetivos, propios del sujeto que los vivencia.” Aukanaw, “La ciencia secreta de los mapuches.”
Por tanto, el concepto cosmológico del Eje o Pilar del mundo (axis mundi) nos expresa, en su nivel más elemental, la interrelación entre el estado ordinario de consciencia (Plano Horizontal / Tierra) y el estado acrecentado de consciencia o chamánico (Plano Vertical / Cielo-inframundo), y como a su vez existen determinados espacios geográficos sagrados (centros u ombligos del mundo) que posibilitan, atendiendo a determinados ritos, el cambiar de un estado/plano a otro. Del mismo modo, ese proceso puede darse a la inversa, es decir, que no seamos nosotros los que busquemos “entrar” desde la Tierra, al cielo o al inframundo, sino que sean las propias fuerzas espirituales de la naturaleza las que “vengan” desde su mundo, al nuestro (como es el caso de las “apariciones” de númenes y seres míticos en la vida cotidiana de nuestros ancestros.)
Ya hemos visto anteriormente como dichos enclaves sagrados suelen tener como denominador común el estar física o simbólicamente conectados con el subsuelo, a lo que habría que añadir, para ser más precisos, que su función como “centros” es actuar de nexo entre el Mundo Subterráneo y el Mundo Celeste. Esta cosmología se encuentra representada en dichos lugares, ya sea a través de las características naturales del entorno (montaña, acantilado, árbol…) o por haber construido el ser humano algún tipo de estructura simbólica con dicho fin (templo, poste, columna,…).
Y así, dos son y han sido las representaciones míticas más comunes del axis mundi entre las culturas arcaicas y que también forman parte del ancestral imaginario mítico vasco: por un lado el árbol cósmico o árbol del mundo (cuyas raíces avanzan hacia la profundidad del subsuelo y sus ramas crecen buscando el cielo) y, por otro, la montaña cósmica o montaña sagrada (con sus cumbres “tocando” la bóveda celeste y sus simas y cavidades comunicando con el mundo subterráneo). No obstante, ambas representaciones, no son excluyentes la una de la otra y pueden complementarse mutuamente. A continuación profundizaremos en el mito de la montaña sagrada y su significación mítica como templo natural por excelencia de la cultura vasca.
La montaña sagrada como templo de Mari y axis mundi vasco.
La montaña sagrada como “centro del mundo” de un espacio geográfico y cultural concreto, constituye uno de los símbolos míticos más arcaicos de nuestro planeta. Así, entre innumerables ejemplos podríamos citar al monte Kailāsh del Tíbet, considerado por el hinduismo como “el pilar y centro del mándala del mundo”; el monte Uluru australiano, al que las culturas aborígenes se refieren como el “ombligo del mundo”; una denominación muy similar a la que utilizan los palestinos para referirse al monte Tabor: “el ombligo de la Tierra”. Para los bereberes norteafricanos, el monte Atlas es el “pilar del Cielo”, y la misma denominación utiliza la tradición espiritual taoísta para referirse a las montañas Kunlun chinas. Vemos pues, como entre las descripciones que todas estas culturas arcaicas hacen de sus respectivas montañas sagradas, siempre aparecen de una u otra forma, referencias a la terminología vinculada al concepto de Axis Mundi (“Centro”, “ombligo”, “pilar” o “unión” entre el Cielo y la Tierra, etc.).
Sabemos que dicha cosmovisión naturalista tiene su origen en los albores de las culturas humanas, pues en ella se basaron las primeras grandes civilizaciones de la antigüedad para diseñar y estructurar sus templos. Según Mircea Eliade: “los templos son réplicas de la Montaña cósmica y constituyen, por consiguiente, el vínculo por excelencia entre la Tierra y el Cielo.” Es el caso de los zigurats sumerios, que eran conocidos con el nombre de Ekour (“la casa de la montaña”) o Dur an ki ( “enlace entre cielo y tierra”); otro ejemplo lo constituyen los templos mayas de Mesoamérica, entre los que podríamos citar el Gran templo de Kukulkan, considerado “montaña sagrada y centro del universo maya”; o el santuario de Göbekli Tepe ( “colina del ombligo”) en la actual Turquía, que constituye el Templo arquitectónico más antiguo de la humanidad. Del mismo modo, en la tradición de la cultura indígena Lakota se considera a la montaña como “el altar de los altares”, donde se realiza su conocido rito de la “búsqueda de visión” por representar un espacio geográfico sagrado en el que se entrelazan el Cielo y la Tierra.
Esta antiquísima cosmovisión universal que equipara simbólicamente la estructura de la montaña sagrada con la del templo arquitectónico, se fundamenta en el hecho de que, las montañas, no eran concebidas (como cabría pensarse) como inmensas moles de piedra, macizas y monolíticas, sino más bien como estructuras naturales huecas (templo) que evocaban el cuerpo o vientre de la Gran Diosa, y que comunicaban con el exterior a través de simas y cavidades. Esta concepción mitológica, es perfectamente reconocible en la cosmovisión ancestral vasca:
“En el interior de la Tierra existen comarcas inmensas, donde corren ríos de leche; pero son inaccesibles al ser humano, mientras éste viva en la superficie. Con ellas comunican ciertos pozos, simas y cavernas, como el pozo Urbión, las simas de Okina y de Albi y las Cuevas de Anboto, de Muru y de Txindoki.” Joxe Miguel de Barandiaran, Mitología vasca”
Y así, este misterioso “mundo subterráneo de las montañas,” es considerado en los mitos vascos como el hogar de Mari:
“La morada ordinaria de Mari son las regiones situadas en el interior de la Tierra. Pero estas regiones comunican con la superficie terrestre por diversos conductos, que son las cavernas y las simas. Por eso Mari hace sus apariciones en tales lugares con más frecuencia que en otros. A este propósito se señalan varios antros dónde el numen se ha dejado ver en ocasiones que todavía son recordadas por muchos. Tales lugares son, la cuevas y simas de Baltzola (Dima), Supelaur (Orozko), de Gaiztozulo Anboto (Durango), de Atxorrotx (Eskoriatza), de Zaldiaran, de Aketegi, De Agamunda (Ataun), de Azalegi (Alzay) Gaiztozulo (Aloña), de Murumendi (Beasain), de Marizulo (Amezketa), de Mendikute (Albistur), de Obanzun (Berastegi), de Odabe (Altsasua), de Akelarre (Zugarramurdi), de Marixilo (Biriatu), de lezia (Sara), de Zelharburu (Bidarray), de Otsibarre, etc.” José Miguel de Barandiaran, “Mari o el genio de las montañas”
Por
tanto, un factor clave para entender toda esta cosmología mítica, es que la cueva de Mari no es un habitáculo subterráneo independiente del contexto natural que la rodea, sino que debemos
considerarla más bien como la entrada hacia el interior de su montaña, de su templo. No es por tanto, tan solo, “la cueva de Mari”, sino que sería más
apropiado y preciso decir “la cueva de la Montaña de Mari”.
Así, muchos de los nombres más conocidos que han llegado hasta nuestros días relacionan a Mari con alguna de las más emblemáticas montañas de la geografía vasca, como por ejemplo: Anbotoko Sorgina (La Bruja de Anboto), Aketegiko Damea (Dama de Aketegi), Txindokiko Mari (Mari de Txindoki), Aralarko Damea (Dama de Aralar), Muruko Damea (Dama de Muru),…; y del mismo modo, cada montaña de la lista anterior tiene una determinada cueva dónde se dice que habita la Gran Dama vasca. Se podrá comprobar como en la inmensa mayoría de los casos, la caverna se encuentra siempre en la parte superior de la montaña y, en muchos casos, muy cerca de la cima, es decir, que actúa de nexo simbólico entre el Mundo Subterráneo y el Mundo Celeste. Constituye pues la “abertura o agujero” (en este caso también natural y física) de la que nos habla Mircea Eliade en relación a las cosmologías chamánicas, en la que confluyen el Plano Vertical (Cielo e inframundo) con el Plano Horizontal (Tierra).
Del mismo modo, muchos relatos y leyendas vascos también constituyen un ejemplo perfecto de la montaña sagrada como axis mundi que entrelaza las tres regiones del universo cosmológico chamánico (Cielo, Tierra e inframundo). Y me estoy refiriendo particularmente a aquellos relatos en los que Mari, desde la profundidad del Mundo Subterráneo, crea los fenómenos meteorológicos que se manifiestan en el Mundo Celeste, y que afectan posteriormente a las distintas comarcas vascas sobre la superficie terrestre.
“Mari fragua tempestades. En Oiartzun dicen que las forma en Aralar y en Trinidademendi. En Zegama y en otros pueblos del Goierri guipuzcoano se cree que las lanza, bien desde la cueva de Aketegi, bien desde la de Murumendi. En Arano dicen que las envía de una sima de Mugiro, y que ella cruza entonces los aires en figura de caballo. En Gorriti creen que Mari saca las nubes tormentosas de una sima de Aralar. Los vientos tempestuosos los suele sacar de un pozo situado junto al puente de Maimur, según creencias de Leitza. En muchos pueblos de Álava creen que tales vientos y nubes salen de la sima de Okina. En Kuartango dicen que salen del lago de Arreo. En Rioja es frecuente oír que vienen del pozo de Urbión. En la región de Lescun dicen que Jonagorri (Mari), que habita en el pico de Anie, los lanza desde su morada. ” J.M. de Barandiaran, “Mitos del pueblo vasco”
Este particular inframundo vasco posee evidentes connotaciones uterinas, en las que el interior de la montaña actúa como proyección simbólica del propio vientre de Mari “pariendo” los diferentes fenómenos meteorológicos al exterior.
“La mitología vasca gira en torno a la diosa Mari, personificación de la Madre Tierra (Ama Lur). Por ello ha sido calificada como una mitología matrial, en la que la matriz es el principio y el fin, el agujero de salida y de entrada, el origen y el destino, el nacimiento y la muerte. En esta cosmovisión vasca la energía exterior (indar) tiene una matriz mágica a modo de interior místico (adur), de forma que toda exterioridad procede de una impronta o potencia interior.” Andres Ortiz-Oses, “Mitología vasca."
Por
tanto y como indica Ortiz-Oses, esta matriz primordial, no es solo “dadora” de vida, sino también “regeneradora”, en el sentido de acoger “de vuelta” las almas de los difuntos en su tránsito
hacia un nuevo renacer. Esta forma de entender la relación entre la vida y la muerte, común a todas las culturas de la Vieja Europa preindoeuropea, queda perfectamente expresada en el famoso mito
de Amalur (Madre Tierra) como madre de Eguzki (sol) e Ilargi (luna), y nos vuelve a mostrar cómo esta matriz regeneradora es punto de origen y destino, tanto de la vida terrestre como de la
celeste, por lo que una descripción más precisa del inframundo vasco sería la de “útero o matriz del cosmos”.
“La Tierra, como madre, suponía el Axis Mundi de toda la existencia, dando a luz a todo lo demás que existía, incluidos al Sol y la Luna (ambas de carácter femenino en la Mitología Vasca) que actuaban a modo de hijas de Amalur. Se consideraba que cuando amanecía era que la Tierra había dado a luz al sol, mientras que la luna “había regresado” al útero materno, y cuando anochecía, se consideraba que la Tierra había dado a luz a la luna, mientras que Eguzki (la Sol) había vuelto nuevamente al útero materno.” Jack Green, “La Diosa Mari”
Y así, existe en el municipio guipuzcoano de Deba una cueva en el interior de lo que un día fue una pequeña montaña (hoy devorada por una cantera), que era conocida antiguamente con el nombre de Ayzerleaga (“Peña de las abejas”) y actualmente con el menos romántico nombre de Praileaitz (“Peña del Fraile”), cuyas especiales características geográficas y morfológicas, así como su vinculación simbólica con la sacralidad mítica femenina, nos permite afirmar con más rotundidad que en otros enclaves de origen paleolítico, que estamos ante un templo sagrado concebido como entrada hacia la matriz de la Madre Tierra (Amalur).
El primer dato que nos reafirma en este sentido, es que una de las dos entradas de la cueva (y que tiene una evidente forma de vulva) está alineada con el solsticio de invierno (según recoge la investigación llevada a cabo por Lionel Sims y Xabi Otero en el año 2015). Esta asociación simbólica entre el mundo subterráneo y el mundo celeste que ya hemos visto en el capítulo anterior como propia también de los dólmenes, se repite en otras muchas cuevas-santuario europeas y peninsulares como por ejemplo, la cueva del Juyo (Cantabria), alineada con el solsticio de verano, o la cueva del Parpalló (Valencia) y la cueva del Cancho (Cádiz), ambas alineadas con el solsticio de invierno. Es decir, que durante esas determinadas fechas, un haz de luz solar penetra en el interior de dichas cavidades, lo cual es más que probable que fuera ritualizado por nuestros ancestros con ciertas ceremonias estacionales similares a las que en tiempos posteriores tenían lugar en los templos megalíticos preindoeuropeos. He aquí pues la evidencia más clara que los grandes templos arquitectónicos de la antigüedad se construyeron tomando como modelo a la estructura cosmológica de la montaña sagrada.
El segundo gran dato relevante en torno a la cueva de la montaña de Praileaitz es que en el interior de la misma, fue hallada en el año 2006 la que parece ser una venus paleolítica. Y digo “parece” porque el desgaste de la piedra negra en la que supuestamente fue tallada impide corroborar al 100% el que efectivamente estemos ante una venus paleolítica, aunque sus dimensiones, morfología, así como su comparación con otras venus de la misma época (como las de Lespugue o Kostienki), parecen confirmarlo. Ya hemos visto en el capítulo 2, como la forma romboidal o losángica de dicha piedra, es una figura geométrica que en el neolítico preindoeuropeo estaba relacionada con la vulva y la matriz, por lo que no es descartable que con ese mismo significado fuese esculpida.
La piedra fue desenterrada en un estrato arqueológico de unos 15.500 años de antigüedad, y tiene un orificio en la parte superior, lo que induce a pensar que se usaba como colgante. Esta misma característica tienen otras 28 piezas de piedra de tamaño similar, que conformarían varios collares y que hoy en día se conocen de forma genérica como “los colgantes de Praileaitz.” Dada la coincidencia exacta del número de colgantes con el número de días de un ciclo lunar completo, que muchos de ellos contienen incisiones a modo de “cuentas” y que la piedra romboidal (venus) forma también parte de esta agrupación, todo nos parece indicar que estamos ante algún tipo de simbolismo que vincula los ciclos lunares, la contabilización del tiempo y la sacralidad femenina (de la misma manera que sucede con otras venus paleolíticas como por ejemplo la de Laussell).
Por otro lado, ya hemos visto también en este trabajo como las características principales del mito de Mari encuentran su paralelismo simbólico en la Gran Diosa del arte preindoeuropeo, y como a su vez, ésta última tiene su origen cultural primigenio en el Paleolítico Superior. Por lo que podríamos afirmar, en conclusión, que la Venus de Praileaitz representa la imagen simbólica más antigua de la que hay constancia en el actual territorio vasco peninsular, de una deidad femenina que hoy conocemos bajo el nombre de Mari y que, según antiquísima tradición oral, habita en las cuevas de las montañas.
El tercer dato que destacamos es que, según las evidencias materiales desenterradas en el estrato arqueológico de 15.500 años de antigüedad en el que se encontraron la venus y los colgantes, la cueva, o al menos ese espacio habitacional concreto, tuvo durante esa época un exclusivo uso ritual. Aunque recientemente se ha descubierto otra entrada a la cavidad, así como nuevas galerías y materiales arqueológicos que se remontan hasta hace casi 200.000 años, la entrada que da acceso al espacio dónde se encontraron los colgantes estaba orientada al norte, lo que en plena Glaciación Wurm suponía un lugar descartable para vivir. Por tanto, parece que esta parte concreta de la cavidad no fue un espacio habitado por un grupo humano, que desarrolló en él sus actividades cotidianas de forma estable o estacional, sino que según la hipótesis del arqueólogo que dirige las excavaciones, Xabier Peñalver, fue habitado por un solo individuo que desarrollaba esporádicamente funciones rituales. Así lo explica Peñalver:
“Podemos afirmar que Praileaitz, en este momento concreto del Paleolítico, estuvo habitada de forma esporádica por alguien con cualidades especiales, que desempeñaba actividades de tipo ritual y seguramente era referencial no sólo para los habitantes de las numerosas cuevas cercanas, sino para los de otras más alejadas. No me voy a aventurar más, porque estamos hablando de hace 15.500 años, nada menos, pero, sin necesidad de recurrir a la ciencia ficción, basta fijarse en algunos pueblos primitivos que hoy en día habitan en distintas partes del mundo para encontrar personajes que viven aislados, muchas veces en cuevas, y que no desarrollan directamente una actividad para ganarse el sustento, sino que éste se lo proporciona la población, que les reconoce cualidades específicas, medicinales o de otro tipo.” Xabier Peñalver
Todos estos hallazgos han dado pie a que, durante los últimos años, los medios de comunicación se refieran a este individuo como “el chamán de Praileaitz.” Sin embargo, ahora que sabemos que existen sólidas evidencias etnográficas de que el origen del chamanismo pudo surgir en el grupo femenino, no resulta nada extraño el suponer que no fue chamán, sino chamana, la persona que habitó la cavidad de la montaña de Paileaitz. Así lo cree el colaborador de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, Javier Castro, quien propone la hipótesis de que la cueva fue habitada por una mujer que realizaba rituales de fertilidad y fecundidad relacionados con la maternidad y el parto:
“Sólo una mujer podría crear los ritos y pulir las piedras que asegurasen a la parturienta un buen parto. Una mujer que hubiera sido madre y a quien la suya le habría ayudado a parir, a conocer su cuerpo y sus ciclos. En la discusión de lo que sois vosotras y nosotros no, es palpable, latente, que vosotras sois más cíclicas. (…) La luna es cambiante y les resultaba fácil fijarse en sus fases para contar el paso del tiempo, de la vida. (…) Aquí se trata de propiciar el buen nacer. Y, acaso, el buen morir. Son ritos de fertilidad, de fecundidad. (…) Acaso acudieran de muchas partes para ser recibidos por la chamana. Para ser protegidos y reconocidos. Diríamos entonces que Praileaitz sería un templo (…).” Javier Castro, "Era ella, sí, la chamana...".Entrevista en el Diario Vasco (3/1/2008)
Por tanto, lo que nos están exponiendo tanto Xabier Peñalver como Javier Castro con sus reflexiones sobre el uso ritual de la cueva de la montaña de Praileaitz, encaja con la definición de lo que en la antigüedad era un Templo oracular, un oráculo. Un espacio sagrado al que acudían las gentes de un entorno geográfico concreto, en busca del consejo de personas con cualidades espirituales especiales que pueden “ver” más allá que el resto. Este rol espiritual era frecuentemente ocupado en la Europa Antigua por sacerdotisas, y sin duda, las sorgiñas vascas pueden considerarse herederas de dicho chamanismo femenino europeo. En este mismo sentido, Joxe Miguel de Barandiaran nos expone, como existía tradición entre los antiguos vascos de acudir a la cueva de Anboto a consultar el oráculo de Mari, para resolver eventuales problemas de sus vidas cotidianas a los que no lograban encontrar solución:
“En ciertos casos se pedía consejo a Mari y los oráculos de esta resultaban verídicos y provechosos. Así, el ferrón de Iraeta, viendo que no funcionaba su ferrería, se presentó a Mari en la cueva de Anboto. Ella le explicó la causa y el remedio de la avería y el ferrón logró poner en marcha la ferrería. Un caso similar ocurrió en la ferrería de Zubillaga y gracias al oráculo de Anboto, pudo reanudar su trabajo.” J.M. de Barandiaran, “Mitología vasca."
Barandiaran
nos habla del “oráculo de Anboto” como un lugar en el que “se pedía consejo a Mari.” Esta importante
información, que se nos presenta en forma de leyenda, nos deja entrever que posiblemente, y al igual que ocurría en otras culturas europeas arcaicas, existieron en la cultura vasca sacerdotisas
(sorgiñas) que ejercían el papel de oráculos para transmitir, a través de su cuerpo (“canalización”), los mensajes de seres procedentes de la dimensión
espiritual de la naturaleza. Para quién esta hipótesis le pueda resultar demasiado “esotérica”, hay que recalcar que estamos hablando de un tipo de “trabajo espiritual” común a todas las culturas
que practican el chamanismo, del que además existen testimonios y evidencias históricas de haberse practicado en la Europa Antigua. Quizás, el ejemplo más conocido en este sentido sea el del
Oráculo de Delfos, en el que además podemos encontrar pistas muy relevantes sobre en qué pudo consistir el hipotético trabajo oracular que pudo llevarse a cabo tanto en la cueva de Praileaitz,
como en la de Anboto.
Así, el Templo de Delfos, situado en una escarpada orografía en las faldas del imponente Monte Parnaso (Grecia), representa un ejemplo arquetípico perfecto del concepto de montaña sagrada como axis mundi y espacio sagrado oracular. El origen del santuario es una cueva en un lugar conocido antiguamente como Pito, en honor a la serpiente/dragón que la custodiaba. Sabemos también que su nombre griego, Delphi, deriva etimológicamente de delphys, que significa “útero”, en clara alusión al mundo subterráneo, a la matriz de la Diosa Gaia/Gea, a la que originariamente estaba consagrado el Templo.
Por otra parte, el santuario albergaba una piedra sagrada (hoy pieza de museo) conocida como “ónfalos”, del griego omphalos, que significa “ombligo” y que los antiguos griegos consideraban que señalizaba el “centro del mundo”, es decir, el punto concreto por el que se accede a “la ruptura de niveles” a la que se refiere Mircea Eliade en sus estudios sobre la cosmología de la culturas chamánicas. Bajo dicho ónfalos, la leyenda dice que estaba situada la originaria caverna custodiada por el dragón pitón (Python), a quién debía su poder oracular la sacerdotisa mayor del templo: la pitonisa (pitia). Dicha sacerdotisa entraba en trance extático para permitir que los dioses “hablaran a través de ella” y atender las consultas de los visitantes del templo. Las fuentes clásicas nos indican que dichos estados acrecentados de consciencia se desencadenaban al respirar la sacerdotisa ciertos vapores procedentes de una grieta del subsuelo, que algunos investigadores relacionan con emanaciones procedentes de la falla tectónica que atraviesa por su base al Monte Parnaso.
A la izquierda: grabado del SXIX que representa a la pitonisa de Delfos “en trance”. A la derecha la original piedra "ónfalos" de Delfos.
Recapitulando: Tenemos el Mundo Subterráneo identificado como “la matriz de la Diosa” (Delphys) y la entrada hacia dicho subsuelo uterino como “su ombligo” (omphalos). Así que, por pura lógica deductiva, el concepto de axis mundi en Delfos debió de ser entendido como el “cordón umbilical” de Gaia/Gea. En este sentido, algunos autores sostienen que el axis mundi, o más bien la energía ígnea que lo atraviesa, era representado en Delfos por el dragón Pitón, al que las leyendas situaban precisamente viviendo en una gruta bajo la piedra onfálica de Delfos. Esta escena mítica, encuentra su paralelismo simbólico en otras representaciones del dragón en tradiciones espirituales arcaicas, como por ejemplo en el yoga, dónde el dragón que encarna a la energía Kundalini reposa en la base de la columna vertebral; también en la mitología nordica, en la que dragón Nidhogg habita bajo las raíces del Árbol del Mundo nórdico (Yggdrasil), y por supuesto en las leyendas de la Europa Antigua, en las que el culebro de fuego vive en el interior de la cueva de su respectiva montaña.
Sugaar: la energía ígnea que fluye por el axis mundi
Es obvio, que los tres ejemplos anteriores (la columna vertebral, el árbol de mundo y la montaña sagrada) son representaciones arquetípicas del concepto de axis mundi, en las que la energía ígnea que encarna el dragón, se encuentra “latente” en el Mundo Subterráneo. Pero, paradójicamente, también sabemos que el simbolismo arquetípico del dragón en las mitologías arcaicas está vinculado al principio masculino celeste, por lo que cabría pensar que no “vive” en el mundo subterráneo, sino que ha descendido ahí desde los cielos. Este singular y aparentemente contradictorio hecho, es perfectamente comprensible si buscamos su paralelismo en el mito de Mari, quién de manera inversa, cuando recorre el cielo en forma de hoz de fuego, siempre lo hace partiendo previamente de sus refugios subterráneos del interior de las montañas.
Esta Hierogamia ígnea entre el fuego de las alturas y el fuego del mundo subterráneo, es representada en los mitos vascos a través de la relación amorosa entre Mari y el culebro Sugaar, en los que ambos tienen la capacidad de recorrer indistintamente las tres regiones cósmicas del axis mundi (Cielo, Tierra e inframundo). De los retales culturales que consiguió rescatar el etnógrafo J.M. Barandiaran de la tradición oral vasca sobre las leyendas relacionadas con esta pareja mítica, destaca la creencia de que los encuentros entre Mari y Sugaar son desencadenantes de furiosas tormentas. Por eso, en numerosas mitologías de todos los continentes, el dragón, en virtud de encarnar el principio masculino celeste, es también portador de la lluvia seminal que provoca la germinación de la naturaleza, y de ahí que los sabios canteros medievales esculpieran infinidad de gárgolas con forma de dragón, que “escupen” el agua de lluvia que recogen los tejados de los templos. Y por eso también, las tormentas, como anunciadoras de esa agua de vida, debieron de ser entendidas por nuestros antepasados como momentos en los que tenía lugar la unión sexual entre el Padre Cielo y la Madre Tierra, como un fenómeno atmosférico que traía la fecundidad y la fertilidad a nuestro planeta. Así lo expresa el gran conocedor de las religiones y mitologías arcaicas, Mircea Eliade, para quien “la tormenta es el símbolo de la hierogamia Cielo-Tierra.”
Pero más allá de todo este simbolismo, estamos hablando de conceptos que son completamente reales desde el punto de vista científico, pues los relámpagos (Dragón) restituyen la carga eléctrica que constantemente cede la Tierra (Diosa) a la atmosfera. Sin esta recarga o reequilibrio energético, la vida en la Tierra no sería posible. Por tanto, el rayo, el culebro de fuego, efectivamente juega un papel fertilizador sobre nuestro planeta. Esta energía vivificadora celeste que alimenta las corrientes telúricas del campo magnético terrestre, está reflejada en lo que la tradición pagana de Gran Bretaña denomina "sendas del dragón” (también conocidas como líneas ley), corrientes telúricas que según la tradición “se deslizan como una serpiente a través del suelo.” Este conocimiento ancestral, que gracias a los estudios geobiológicos actuales sabemos que poseían las culturas preindoeuropeas (jentiles) que erigieron las construcciones megalíticas del Neolítico, permanece no obstante, aún vivo, en algunas culturas indígenas. Tal es el caso de los actuales mayas, para quienes el simbolismo mítico del dragón y el axis mundi, sigue estando estrechamente entrelazado:
"El dragón, es la suprema energía sagrada que integra los distintos planos del universo y también los diferentes estados de consciencia del ser humano, ya que los mayas no concebían a este ser fantástico y a todas sus manifestaciones solamente fuera del ser humano, como algo externo, sino también en su interior. El dragón celeste combina caracteres de pájaro y de serpiente, es la “serpiente emplumada”, la divinidad suprema que los mayas llamaron Kukulkán o Gucumatz y los aztecas Quetzalcoatl. La energía del dragón es la fuerza que se encuentra en diferentes estados y planos. Existe en el inframundo, como campo energético en el interior de la Tierra circulando por senderos de corrientes telúricas que se manifiestan sobre la superficie terrestre formando vórtices energéticos en ciertas ubicaciones del planeta. En correlación, también existe esta energía del dragón en el inconsciente o inframundo humano, como energía densa susceptible de ser sublimada y convertida en el dragón celeste.” Rubén González, “El Popol Vuh comentado: visión espiritual del mito maya.”
Esta explicación sobre el trasfondo espiritual del mito del dragón en la mitología maya, así como su identificación con la energía que fluye entre los distintos estados de consciencia y planos de existencia del axis mundi, nos da las claves de la importancia que debió tener antaño el culebro de fuego en la espiritualidad naturalista de las culturas preindoeuropeas, pues solo así se puede entender el que su representación simbólica fuera perseguida con tanta saña por el catolicismo.
Y así, del mismo modo que en el Templo de Delfos del Monte Parnaso, los invasores indoeuropeos reedificaron un nuevo santuario sobre el original y transformaron su ancestral consagración a la Diosa Gea, por la del Dios Apolo (quién desde entonces se convirtió en el “héroe” que mató al dragón Pitón); de igual manera, en el caso vasco, podemos intuir que un proceso de usurpación y sustitución de un ancestral espacio ceremonial indígena debió de ocurrir hace más de 1.000 años, en un lugar próximo a la cima del monte Artxueta, en la Sierra de Aralar. En dicho emplazamiento se edificó el famoso santuario en honor a San Miguel, dónde cuenta la leyenda que bajo sus cimientos se encuentra la cueva en la que Teodosio de Goñi mató al dragón Herensuge.
Más allá de su evidente posición estratégica sobre el valle de Sakana y de su uso como emplazamiento defensivo en la antigüedad, o de que el cristianismo primitivo pudiera haber desarrollado originariamente allí sus ritos, parece evidente que de igual modo, también pudo ser un lugar sagrado para la antigua religión naturalista vasca. En este sentido, una evidencia de que las posibles ceremonias o ritos aborígenes que allí tuvieron lugar, debían de estar fuertemente arraigados entre las gentes del lugar, lo constituye el hecho de que, hasta tiempos históricos recientes, las liturgias católicas que se celebraban en el interior del templo, incluían ciertos ritos paganos relacionados por un lado, con la fertilidad que supuestamente propiciaba una piedra sagrada (que nos recuerda a un ónfalos), y por otro, con las virtudes terapéuticas que para las gentes del lugar tenía la sima que supuestamente está ubicada bajo el templo.
“Al santuario de San
Miguel subían los matrimonios que querían tener hijos. En él existía una piedra, hoy desaparecida, sobre la cual se colocaba la mujer deseosa de tener descendencia, y allí, sentada, oía la misa.
En el lado derecho del altar de la capilla central existe un ventanillo u orificio que comunica con un hueco de poco fondo. La gente cree que llega hasta la sima sobre la cual se supone que está
construido el santuario. Muchos devotos introducen allí su cabeza y rezan un credo, a fin de verse libres de dolores de cabeza. “Auñamendi Eusko
Entziklopedia”.
Por tanto, podemos aventurarnos a afirmar que la sima situada en la cima del monte Artxueta, donde según la tradición habitaba el dragón Herensuge, no era considerada un lugar tenebroso o maligno por los antiguos vascos, sino que por el contrario, y a tenor de los cultos con reminiscencias paganas que tenían lugar en el interior de la iglesia, la cueva debió de ser un espacio sagrado vinculado con la fertilidad y la sanación, que ya era venerado como “santuario” mucho antes de que irrumpiera la Santa Iglesia en dicho lugar para matar simbólicamente a su guardián sagrado: el dragón.
En este sentido, no sabemos qué papel jugaba el dragón en los ritos aborígenes que tenían lugar en Aralar, pero como hemos visto hasta ahora, la etnología y mitología comparada nos permiten al menos afirmar de manera genérica, que en las cosmovisiones arcaicas, el dragón encarnaba la energía vivificadora celeste que impregna y propicia la fecundación de la naturaleza terrestre. Este hecho se ve corroborado por los testimonios recogidos por Barandiaran en las comunidades rurales vascas de principios del SXX, que vinculan al dragón con los símbolos míticos por excelencia del mundo celeste: las tormentas y los relámpagos. Así, uno de sus informantes afirmó que en Ataun “suele atravesar el firmamento en forma de media luna de fuego, justo antes de una tempestad”. Según otro testimonio recogido en Betelu su aparición “es en forma de fuego, pero no se le ve la cabeza ni la cola; es como un relámpago”.
Y el mismo significado descubrimos a través de la etimología, analizando algunos de los nombres más conocidos del culebro de fuego vasco: Así, la interpretación más compartida entre los investigadores sobre el significado etimológico del término Sugaar, es la de "serpiente macho" o "culebro", de suge (serpiente) + ar (macho), por lo que parece obvia su vinculación simbólica con el principio de fertilidad masculino de la naturaleza. Otros autores también sugieren que su etimología podría significar "llama de fuego", de su (fuego) + gar (llama). En Betelu al culebro se le conoce como Suarra, que podría traducirse como "gusano de fuego", de su (fuego) + arra (gusano). Y en Dima responde al nombre de Sugoi, para lo que algunos autores sugieren la interpretación de "fuego de las alturas o del cielo", de su (fuego) + Goi (arriba, cielo).
El que la serpiente masculina haya pervivido en el imaginario mítico vasco como amante de la Gran Diosa, puede considerarse una reliquia simbólica y espiritual de la vieja Europa neolítica, que ha logrado sobrevivir hasta la actualidad a pesar de la herejía que en si misma representa para la tradición católica. En este sentido, sabemos que esta vinculación sagrada entre Sugaar y Mari, no es un mito particular del universo cosmológico vasco, sino que formaba parte de una tradición genérica más amplia, compartida entre los pueblos preindoeuropeos con distintos matices y diversos nombres:
“El ejemplo más claro es el de los Pelasgos, pueblo indígena pre-helénico que habitaba las tierras de Grecia y según los testimonios arqueológicos, adscrito a la cultura neolítica pre-indoeuropea. Según resume Apolodoro de Rodas en su Argonáutica, los dioses de estos pelasgos reinaron en el Olimpo antes de que llegaran a él sus homólogos indoeuropeos. Estos dioses de los pelasgos eran justamente la pareja formada por el Dios Serpiente Ofion y la Madre Tierra Eurynome. La actividad fecundadora de la pareja da origen a toda la Creación. Parejas semejantes aparecen en otros puntos del Oriente Próximo: Enki-Damkina o Hedammu-Ishtar, por ejemplo.” Juan Inazio Hartsuaga “Sugaar”
Con el advenimiento de las invasiones indoeuropeas y semitas sobre las culturas aborígenes de Europa y Asia Occidental, los nuevos relatos cosmogónicos que impusieron dichas religiones patriarcales, pusieron especial énfasis en degradar y desvirtuar mitológicamente a esta pareja de amantes. Sin duda, el peor parado fue el dragón, quien de manera coincidente fue “condenado a muerte” en las nuevas mitologías que se impusieron en los territorios antaño ocupados por las culturas preindoeuropeas. Así, entre numerosos ejemplos podríamos citar en el Indostán el mito veda de Indra matando al dragón Vritrá; en Oriente Próximo podríamos citar el mito hitita del dragón Illuyanka al que da muerte el Dios guerrero Teshub; en las religiones judía, islámica y cristiana al arcángel San Miguel, que como “jefe de los ejércitos de Dios” da muerte al dragón-demonio; y en la mitología griega existen varios ejemplos: como el de Zeus matando al dragón Tifón, Cronos haciendo lo propio con Ofión, o el de Apolo y el dragón Pitón (anteriormente citado).
El que esta escenificación mítica sea tan similar entre prácticamente todas las culturas indoeuropeas, nos muestra la importancia que antaño debió de tener el dragón como símbolo aborigen preindoeuropeo del principio masculino de la naturaleza y, al mismo tiempo, cuán importante fue para la casta guerrera patriarcal de estas culturas invasoras erigirse como sucesores y sustitutos del culebro masculino. Respecto a la Gran Diosa, los nuevos mitólogos patriarcales no la “asesinaron” sino que optaron por desvirtuar y degradar sus atributos, pluralizándola en diversas diosas menores que actuaban siempre bajo el dominio y el control de los grandes dioses masculinos.
Del mismo modo, esta tergiversación y degradación del originario mito preindoeuropeo protagonizado por la Diosa y el dragón, es claramente manifiesto en las leyendas y relatos medievales en los que la Diosa es transformada en una “desvalida princesa” y el dragón en un “malvado raptor”, quién mantiene cautiva a la doncella en una cueva, hasta que posteriormente es “liberada” por el guerrero caballeresco al dar muerte al dragón.
Un poco menos drástica fue la degradación mitológica de esta pareja de amantes entre los vascos, pues la cosmovisión preindoeuropea pervivió en su cultura mucho más tiempo que en otras. Por eso quizás, en vez de demonizar abiertamente a Mari y Sugaar, la nueva estirpe caballeresca del medievo se atribuyó ser parte de su linaje. Esto se aprecia claramente en la leyenda recogida por Lope García de Salazar en el SXV, dónde afirmaba que el mítico primer Señor de Bizkaia, Jaun Zuria, “era hijo de una princesa y de un diablo, al que en Vizcaya llaman culebro”.
Uno de los relatos más tempranos de la persecución mitológica de esta pareja de amantes aparece en el Antiguo Testamento, dónde algunas evidencias muestran que la serpiente del Génesis era alada, es decir, era un dragón, pues sólo así se puede entender por qué, tras el pecado original, se la condena a ir “sobre su vientre y comer el polvo”, dejando claro que antes, el suelo, no era su principal hábitat. Además deja también clara la relación amorosa que existía entre el dragón y Eva cuando Dios les condena a la enemistad eterna y a disolver su linaje:
“Porque has hecho esta cosa, tú eres la maldita de entre todos los animales domésticos y de entre todas las bestias salvajes del campo. Sobre tu vientre irás, y polvo es lo que comerás todos los días de tu vida. Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y su descendencia." (Génesis 3:14-15).
Un pasaje del Apocalipsis deja definitivamente claro el asunto cuando se describe, con clara intención peyorativa, los símbolos de la Hierogamia sagrada preindoeuropea (Dragón-Diosa) y como se “destrona” de los cielos al Culebro.
“Apareció en el cielo una gran señal: una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas. Y estando encinta, clamaba con dolores de parto, en la angustia del alumbramiento. También apareció otra señal en el cielo: he aquí un gran dragón escarlata (...) Y el dragón se paró frente a la mujer que estaba para dar a luz, a fin de devorar a su hijo tan pronto como naciese.(...) Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo, el cual engaña al mundo entero; y fue arrojado a la tierra (...)” (Apocalipsis, 12)
Llama la atención el que en repetidas ocasiones, en el Antiguo Testamento, se acusa a la serpiente de “engañar” o de “encandilar” a las gentes, como en el pasaje del Génesis en el que se dice: “La serpiente era la alimaña más insidiosa de entre todos los seres creados por Dios” (Génesis 3, 1). Acudimos al diccionario para cerciorarnos del significado del término “insidioso” y nos dice: “Que engaña de modo oculto o disimulado para perjudicar a alguien”. Parece ser por tanto, que los jerarcas de la nueva religión patriarcal, estaban muy interesados en hacer ver, a quienes seguían a la serpiente, que estaban siendo engañados. ¿Pero quiénes eran los seguidores de la serpiente? Pues entre ellos estaban, los practicantes del cristianismo primitivo conocido por Gnosticismo, del griego “Gnosis” (conocimiento), entre los que estaba la corriente de los ofitas (de ophis, “serpiente”), quienes creían que la serpiente del Génesis era un símbolo positivo, relacionado con la sabiduría y en este sentido denominaban a Cristo como “la buena serpiente”. A pesar de que el catolicismo persiguió su doctrina con gran violencia (fueron los primeros herejes de la historia) y se creían destruidos todos sus textos sagrados, en las últimas décadas se ha podido conocer su doctrina gracias a descubrimientos arqueológicos como los de Nag Hammadi, que han permitido la publicación y divulgación de los llamados “Evangelios apócrifos o gnósticos”.
Y del mismo modo que en el resto de tradiciones espirituales pre-patriarcales, en el gnosticismo, las mujeres podían enseñar, sanar, profetizar y ocupar cualquier rango religioso. Sabemos además, gracias a diversas evidencias prehistóricas, que el sacerdocio femenino arcaico está estrechamente unido a la serpiente mítica. Ya lo vimos anteriormente, en el caso de la pitonisa del Templo de Delfos, quién según las fuentes clásicas, debía su poder oracular al dragón Pitón. Del mismo modo, las sacerdotisas cretenses aparecen representadas de forma reiterada en el arte minoico con serpientes en sus manos o entrelazadas en sus brazos. Y en Oriente próximo, las sacerdotisas del antiguo Reino de Cannan (Palestina, Israel, Líbano y Siria) también veneraban a la serpiente, según nos muestran con claridad las evidencias arqueológicas. Pero también sabemos que posteriormente, y tras la imposición del sacerdocio masculino levita, en las escrituras sagradas hebreas se demoniza a la serpiente y se adoctrina a los varones respecto a la tradición espiritual femenina de Canaan con esta explicita frase: “no dejarás a la hechicera con vida.”
Esta persecución “a muerte” del chamanismo femenino por parte de las grandes religiones patriarcales indo-semitas, nos da la clave de porque en el libro del Génesis, Yahvé condena a la enemistad a Eva y la serpiente. Se trataba de expresar simbólica y mitológicamente, la prohibición que las mujeres tenían en la vida real de ejercer cualquier tipo de rol espiritual o sacerdotal, es decir, de que no tuvieran acceso al conocimiento (Gnosis) de la serpiente, que enroscada en el Árbol del Paraíso (axis mundi) encarnaba a la energía ígnea que fluye entre el Cielo y el Mundo Subterráneo (matriz de la Diosa). Dicha energía alcanzaba su representación arquetípica más sublime en las alineaciones solares que, en determinadas épocas del año, iluminan el interior de determinadas cuevas sagradas de las montañas y, del mismo modo, en numerosísimos templos que, como proyección simbólica de la montaña cósmica, se encuentran diseminados a lo largo y ancho del planeta.
Así, todo lo expuesto
hasta ahora podría sintetizarse a través de la imagen de un espacio sagrado absolutamente excepcional conocido como la cueva-útero de Nenkovo ubicado en la región de Kurdzhali, en Bulgaria. Este
Templo natural, atribuido a la cultura Tracia y al que se estima una antigüedad mínima de 3.000 años, tiene una entrada que fue parcialmente labrada para darle forma de vagina y por la que todo
los días hacia el mediodía, entra por su parte superior un rayo de sol que dibuja un haz de luz alargado en la superficie de la cueva. Pero es en los días entorno al solsticio de invierno, cuando
el haz de luz penetra hasta el fondo de la cavidad, en el que fue esculpido un altar a modo de útero. Y esto demuestra, en definitiva, que la cosmología ancestral vasca (que entiende a la montaña
como una proyección simbólica del cuerpo de Mari, a la cueva como su matriz y a Sugaar como la energía celeste que vivifica este inframundo uterino), puede considerarse un rescoldo cultural de
una antigua cosmovisión preindoeuropea, antaño extendida a lo largo y ancho de nuestro continente y cuyos orígenes se remontan, como veremos a continuación, a las culturas aborígenes europeas del
Paleolítico Superior.
Entrada (vagina) y fondo (matriz) de la Cueva de Nenkovo (Bulgaria) durante el solsticio de invierno.
Arqueoastronomía paleolítica
Efectivamente, podemos asegurar sin ningún género de dudas que este entrelazamiento sagrado y ceremonial entre lo celeste y lo subterráneo tuvo, sin duda, sus raíces culturales primigenias en las culturas del Paleolítico Superior europeo, pues así lo evidencian no sólo los alineamientos solares de determinadas cuevas prehistóricas, sino también, la indudable significación astronómica de numerosas pinturas rupestres. En este sentido, son de reseñar, las investigaciones de la paleoastrónoma Chantal Jegues-Wolkiewiez, quién en un incansable trabajo de campo de varios años de duración y tras estudiar 130 refugios y cuevas con pinturas en la región de la Dordoña francesa, descubrió que prácticamente todas ellas (126) estaban orientadas hacia los solsticios de invierno o de verano. Lo cual venía a demostrar que existe una vinculación directa entre las cuevas decoradas con pinturas y su orientación astronómica:
“Estos hallazgos
indicarían que la elección de las cavernas no se realizaba por motivos geológicos sino astronómicos y nos obligaría a reformular por completo nuestra concepción del arte paleolítico,
trasladándolo del mundo de las tinieblas a otro transformado por la fuerza simbólica de la luz.” Chantal
Jegues-Wolkiewiez
Uno de sus estudios más
detallados y significativos los realizó en la emblemática cueva de Lascaux, demostrando que al atardecer del solsticio de verano y únicamente en ese momento del año, los rayos del sol iluminan el
gran panel de pinturas de la cueva, que según la investigadora, representa con gran precisión el cinturón
zodiacal celeste. Esto lo pudo comprobar empíricamente en el año 1999 en compañía del director de excavaciones de la cueva, Jean-Michel Geneste:
“Todo ocurrió según
los cálculos. El sol llegó al eje de la entrada, iluminó al toro y luego se fue desplazando iluminando todas las constelaciones, como en un planetario.» Chantal
Jegues-Wolkiewiez
Según su hipótesis y la de otros investigadores arqueoastronómicos, una gran parte del arte rupestre paleolítico reflejaría mapas estelares y de constelaciones, representados en las paredes de las cuevas a través de los dibujos de determinadas especies de animales. Para demostrarlo, Jègues-Wolkiewiez reconstruyó por ordenador el cielo estrellado tal y como aparecía hace 17.000 años; posteriormente con una brújula de alta precisión midió las orientaciones de las pinturas de Lascaux y comparó los datos astronómicos con ellas. La coincidencia fue de una exactitud asombrosa. Así por ejemplo, el famoso “unicornio” de Lascaux correspondería con la constelación de Capricornio. A su izquierda, un urogallo gigante con el pecho y el hocico manchados, representaría la constelación moderna de Escorpio y sus "manchas", a las estrellas de la Vía Láctea que atraviesa Escorpio de un extremo a otro. Por su parte, en la cabeza del uro representado en la pared orientada al sur, se podía reconocer la constelación de Tauro, junto a la de Orión y los cúmulos estelares de las Pléyades y las Híades (Ver foto).
Estamos hablando pues de que las culturas humanas del Paleolítico Superior fueron capaces de desarrollar un conocimiento astronómico muy amplio y preciso, asociado a una cosmovisión y a una espiritualidad que a su vez poseía múltiples significaciones y variables. Así por ejemplo, y al igual que otras numerosas culturas indígenas del planeta, las diferentes especies de animales y la representación de sus ciclos vitales servían a nuestros antepasados para expresar simbólicamente el paso del tiempo y los ciclos de la naturaleza. Un ejemplo de ello lo encontramos nuevamente en la cueva de Lascaux, en una representación de dos bisontes que se dan la espalda y que tienen los rabos entrelazados. El de la izquierda está mudando la piel, lo que tradicionalmente se identifica con la llegada de la primavera, mientras que el de la derecha presenta una erección como representación de la época de celo, lo que nos remite al inicio del otoño. Midiendo la posición de los ojos de los bisontes y de los rabos entrelazados, la investigadora francesa descubrió que las coordenadas de los ojos coinciden con los solsticios y los rabos entrelazados con los equinoccios del cielo paleolítico, es decir, que de ser transparente el muro sobre el que se proyectan los bisontes, los puntos indicados coincidirían con las coordenadas del cielo tal y como era hace 17.000 años.
Siguiendo la estela de todas estas investigaciones, el espeleólogo e investigador vasco Xabier Gezuraga, ha desarrollado una hipótesis propia sobre el significado del arte rupestre paleolítico. Todo comenzó en el año 2016 al descubrir junto a otros espeleólogos el panel con grabados de animales de la cueva de Armintxe (Lekeitio, Bizkaia):
“El 1 de Mayo de 2016, conseguimos entrar en la cueva de Armintxe, cueva que se había taponado para urbanizar la zona. Ese mismo día encontramos una gran serie de grabados, incluido el espectacular panel principal. Durante el verano hicimos varias incursiones más para topografiar y fotografiar la cueva. (…) A finales de marzo del 2017, entré en la cueva de Lumentxa al amanecer y descubrí que la luz de la boca trasera llega al panel de los bisontes en celo por un pequeño agujero. Parecía relacionar los bisontes y los equinoccios. En noviembre, tras comparar el incidente de Lumentxa y las conclusiones del primer informe de Armintxe, llegué a la conclusión de que Armintxe representa un calendario, donde los animales representan estaciones. Tras ver el documental de Chantall Jeguez-Wollowitz, acerca de Lascaux y las estrellas, hice un análisis comparativo de las imágenes y el firmamento de la época usando el programa Stellarium y me di cuenta de que el panel principal de Armintxe era una representación del firmamento estelar, este hecho confirmaba la teoría del uso de animales para representar el tiempo (…)
A grandes rasgos puedo decir que el caballo era una representación del invierno y el bisonte del verano, a medida que uno muere nace el otro y cada periodo del año nos es mostrado dibujando un animal con las características que tiene en ese periodo (celo, cambios de pelaje, etc.) Los periodos temporales están determinados por los ciclos del sol, la luna y las estrellas. Las representaciones artísticas son combinaciones de los dos elementos, animales y astros, de esa manera nos muestran momentos concretos.” Xabier Gezuraga, “el arte de representar el tiempo.”
Gezuraga se ha apoyado en la etnología comparada para profundizar en sus investigaciones, encontrando paralelismos culturales muy significativos entre lo que él denomina “calendario magdaleniense” y el calendario de la cultura nativa lakota de Norteamerica. Así, su clima y vegetación son parecidos a los del cantábrico glacial, poseen una rica cultura material y espiritual entorno al bisonte, sus herramientas tradicionales son de sílex y hueso, tienen una cultura fuertemente vinculada a los ríos, su calendario está basado en la luna y los ciclos de vida de los animales,…. Todos estos paralelismos han permitido al investigador vasco analizar el arte rupestre paleolítico a través del prisma cultural indígena, un factor clave, según él, para la correcta comprensión e interpretación de la cosmología de nuestros antepasados.
“El uso de las estrellas, la luna y los ciclos de vida de los animales como calendario por la mayoría de los indígenas del mundo es indiscutible, la discusión está en si aquellas cultura paleolíticas actuaban como los indígenas que conocemos, o no, y si el arte rupestre reflejaba esa visión. Para mí la respuesta es obvia, lo hacían y nos dejaron numerosas pruebas de esa relación (…) El recorrido me ha llevado a relacionar directamente, parte del arte paleolítico con el calendario Lakota, y aunque tengan sus diferencias, es interesante verlo desde una visión indígena, ya que nos da las claves para entender el pasado, cosa que desde la sociedad actual no podemos hacer, ya que hemos perdido toda conexión con la naturaleza, la tierra y el cielo. La luz eléctrica nos ha cegado, las estrellas han desaparecido y no tenemos ni idea del cambio de la posición del sol al amanecer y a pesar de que vemos la luna, no la tenemos en cuenta. (…) Hace miles de años, el calendario era la naturaleza, mirando las estrellas y la posición del sol podían determinar los equinoccios y los solsticios, cuándo iba a comenzar y terminar cada estación, las lunas subdividían cada estación, sabían en qué momento de su ciclo de vida anual se encontraban los animales, controlaban sus migraciones, así como la aparición de todo tipo de frutos. Así lo han hecho las tribus norteamericanas, los indígenas de Centroamérica y Sudamérica. En China, Mongolia y resto de Asia, en Australia y África, y por mucho que cueste aceptarlo, así lo hacían los indígenas de Europa.” Xabier Gezuraga, “el arte de representar el tiempo.”
No podemos aquí exponer el amplio estudio interdisciplinar desarrollado por Gezuraga, pero si al menos decir, que está sólidamente argumentado y que animamos a quién de verdad esté interesado en avanzar en la interpretación del arte rupestre paleolítico a que se tome el tiempo de leer sus artículos y su libro. Por lo pronto, dos conclusiones fundamentales podemos sacar de lo expuesto hasta ahora. La primera es que gran parte del arte rupestre estaría relacionado directa o indirectamente con la astronomía, así como con los ciclos vitales de los animales como representación simbólica del tiempo cíclico de la naturaleza. Y la segunda es que nuestros antepasados estaban profundamente interesados en escenificar ritualmente (mediante las alineaciones solares en determinados momentos concretos del año) el entrelazamiento sagrado entre el Mundo Celeste y el Mundo subterráneo de las cuevas paleolíticas.
Por otra parte, parece bastante evidente que las ceremonias sagradas estacionales que podemos suponer tenían lugar en dichas cuevas (y posteriormente en los templos megalíticos) en estos momentos concretos del año, estaban directamente relacionadas con las prácticas espirituales propias de lo que la antropología denomina genéricamente como chamanismo. Y esto queda bastante claro si lo analizamos desde la perspectiva de los conceptos cosmológicos que hemos visto a lo largo de este capítulo.
Podríamos sintetizarlo así: El Mundo Subterráneo y el Mundo celeste que componen el llamado Plano vertical, se entrelazan con el Plano horizontal (nuestro mundo) a través de la energía ígnea del rayo solar, cuyo recorrido y silueta conforman el eje cósmico (axis mundi) que penetra en la cueva (“centro del mundo” u ónfalos) escenificando ritualmente mediante está unión, la “ruptura” de los límites o niveles ontológicos (cielo, superficie e inframundo) en la que se fundamenta todo trabajo espiritual chamánico.
Por último, cabe preguntarse: ¿Podría representar la Hierogamia sagrada entre Mari y Sugaar una reminiscencia cultural de esta ancestral cosmología aborigen europea? Quizás un futuro trabajo de campo para investigar si los alineamientos solares como el de las cuevas paleolíticas de Praileaitz o de Lumentxa son “meramente casuales”, o por el contrario responden a un hecho cultural generalizado y extendido por gran parte de las cuevas cantábricas con pinturas rupestres, podría abrir el camino a una reinterpretación de nuestros mitos desde una perspectiva indígena y, porque no decirlo, también chamánica. Un emocionante y bello sendero se abre pues, para el reconstruccionismo cultural de nuestro pasado.