Soy el polvo de estrellas que abraza todas las formas de vida,
el útero cósmico del que surge y al que regresa toda creación.
Soy la danza circular de la luna,
espejo de plata en el que se reflejan mis ciclos.
Soy partera y sanadora, recolectora y cultivadora,
pues los frutos de la tierra son los frutos de mi vientre.
Soy la humedad fecundante que sacia la sed de las raíces de los árboles,
la sangre que fluye por las venas de las montañas,
el ocre rojo que tiñe la piel de mis ancestros.
Soy brisa y huracán, luz y oscuridad,
la vida y la muerte entrelazadas en una sola sinfonía.
Soy la vieja hilandera que hace girar la rueca de la vida,
la Madre eterna que teje el tapiz sagrado del universo.
El principio femenino de la naturaleza podría definirse como toda energía receptora capaz de acoger en su seno la germinación de cualquier forma de vida. Representa la vida manifiesta, el aspecto material y tangible de la Madre Naturaleza. De ella venimos y a ella regresamos en un ciclo incesante de vida, muerte y renacimiento.
Así, para nuestros antepasados, la tierra oscura, húmeda y fértil era el receptáculo sagrado que acogía la regeneración de la vida vegetal cada primavera. De ella brotaban las nuevas semillas tras despertar del sueño invernal y de ella se alimentaban los árboles para engordar su tronco y vivificar sus frutos (que se convertían a su vez en nuevas semillas).
A la fecundidad de la tierra húmeda se la rendía culto en los manantiales, lugares sagrados que eran considerados vulvas a través de las cuales la Madre Tierra hacia brotar el agua que alimentaba arroyos, ríos y lagos. Y el Mar era la fuente de origen y destino, el lugar a dónde regresaban todas las aguas, la matriz salina que acogió el inicio de la Vida.
Del mismo modo, en esta cosmovisión primigenia, las cuevas eran sentidas por nuestros ancestros como refugios uterinos en los que el clan se cobijaba del gélido y largo invierno glacial. De las profundidades de éste inframundo materno surgían los espíritus de los animales, que se encarnaban en nuevos seres vivos para que la caza continuara siendo abundante en las siguientes estaciones.
A ésta percepción maternal de la naturaleza sin duda contribuyó el tipo de organización social de las primeras comunidades humanas. Todo parece indicar que la organización social de los clanes paleolíticos era matrifocal, en el sentido de que los grupos humanos estaban estructurados a partir de un núcleo central formado por mujeres de varias generaciones y sus proles. El apoyo mutuo entre abuelas, madres, hijas y nietas permitía el intercambio de información sobre la crianza de las nuevas generaciones, así como de los misterios de la concepción y el parto.
Junto al grupo femenino, interactuaban y se entrelazaban los hombres, en aras de mantener el bienestar y el equilibrio de la comunidad mediante el apoyo en la crianza, la caza o la protección ante posibles amenazas. Esta familia extensa estructurada desde lo maternal, constituyó la primera forma de organización social humana y parece ser la clave de la fraternidad de la mayor parte de culturas cazadoras-recolectoras.
De este modo, la importancia del Principio Femenino como dador de vida tanto en la naturaleza como en las culturas humanas, desembocó en el nacimiento de la mitología, como una forma de explicar en un sentido simbólico y sagrado el funcionamiento del universo. Este saber se trasmitía a través de arquetipos, mediante los cuales la psique podía comprender o expresar ideas y conceptos por medio de imágenes que los representaban.
Entre dichos arquetipos sagrados, el más antiguo y relevante fue el que representaba a la totalidad de la naturaleza a través de la imagen de una Gran Madre, ya que las mujeres, al igual que la propia naturaleza, también eran capaces de acoger en su propio seno el milagro de la regeneración de la vida.
A los ojos de nuestros ancestros, los seres vivos y fenómenos naturales parecían danzar un mismo ritmo circular en el que nacían, morían y volvían a renacer en un ciclo incesante, cuya imagen simbólica más representativa eran las fases de la luna creciendo y menguando a un ritmo siempre similar y constante (mes o lunación). Además, dicha secuencia de tiempo transcurría de forma paralela al ciclo menstrual de la mujer, por lo que la luna no tardaría en convertirse en el emblema celeste de la sacralidad femenina.
Así, los ritmos circulares de la naturaleza (crecimiento, plenitud y marchitamiento) comenzaron a ser representados a través de una mitología lunar, en la que el arquetipo de la Gran Madre podía ser expresado mediante el paralelismo existente entre las fases visibles de la luna y las fases vitales de la mujer (creciente-joven, llena-madre y menguante-anciana).
Algunos ejemplos que nos pueden ayudar a profundizar en su significado los encontramos en las Diosas del Destino griegas (Moiras), romanas (Parcas) o escandinavas (Nornas); y también en deidades trinitarias como las griegas Perséfone, Demeter y Hecate o las romanas Diana, Ceres y Sibila.
Sin embargo, esta triada mitológica no estaría completa sin una cuarta fase, la invisible luna nueva que representaba a la muerte, pero no como final del camino, sino como un periodo de transición hacia un nuevo renacer. Es este un concepto fundamental para entender la cosmovisión indígena europea: la luz y la oscuridad, la vida y la muerte, no son antagónicas, sino partes indisolubles de un mismo y eterno ciclo sagrado. Por tanto, el aspecto maternal no era la única característica de la Diosa Paleolítica (aunque si parece haber sido la más relevante). La naturaleza también es portadora de muerte, pues sólo a través de ella la vida se regenera.
Por este motivo, interactuar con el mundo espiritual para ayudar a que la multiplicación de la vida no se detuviese, se convirtió en uno de los fines principales de las ceremonias sagradas paleolíticas, en las que la espiritualidad femenina tuvo, sin duda, un papel protagonista. En algunas de estas ceremonias, la sangre menstrual era recibida como un don que la Diosa otorgaba a las mujeres y se ofrendaba a la tierra para propiciar la fecundidad de la naturaleza. De dichas ofrendas sagradas existen testimonios en decenas de culturas indígenas de todos los continentes, que pueden ayudarnos a comprender el sentido espiritual de este ancestral rito femenino.
En este mismo sentido, el ocre rojo con el que nuestros ancestros teñían muchos de sus objetos sagrados puede que representara simbólicamente a la sangre menstrual (de la Madre Tierra), entendida ésta como sustancia primordial a partir de la cual se generaba y sustentaba la vida.
Esta hipótesis del ocre rojo como símbolo de fecundidad, también nos puede ayudar a entender el porque se utilizaba profusamente dicho mineral en los enterramientos paleolíticos, en los que no nos olvidemos, el muerto solía colocarse en posición fetal. Con ello parece que nuestros ancestros querían simbolizar el renacimiento del fallecido en el vientre de la Tierra y, de este modo alegórico, propiciar que su espíritu volviese al Mundo Físico encarnándose en el útero de una nueva madre.
Toda esta concepción simbólica y sagrada de la realidad tuvo como vehiculo de expresión principal al arte, cuya manifestación más antigua y significativa (el arquetipo de la Diosa) quedó plasmada en las estatuillas femeninas que conocemos comúnmente con el nombre de venus paleolíticas.
Estas figurillas de mujeres con acentuados rasgos maternales (pechos enormes, caderas anchas, triangulo púbico remarcado, etc.) constituyen el modelo de expresión artística más antiguo del que hay constancia y también el que durante más tiempo se ha representado de manera ininterrumpida. Nada menos que 35.000 años hay entre la Venus paleolítica de Hohle Fels y las miles de estatuillas femeninas que se han encontrado en hogares, altares y enterramientos de la Europa del Neolítico y de la Edad del Bronce.
Estos hallazgos arqueológicos (no solo en Europa, sino también en los primeros asentamientos humanos del Creciente Fértil y del Valle del Indo) evidencian que las primeras culturas neolíticas heredaron su cosmovisión y su espiritualidad de sus antepasados paleolíticos, como ha quedado demostrado en los trabajos de investigación llevados a cabo por arqueólogos como James Mellart o Marija Gimbutas. Y es gracias a estas investigaciones que podemos acercarnos con mayor exactitud a lo que quisieron expresar los humanos prehistóricos con dichas representaciones femeninas.
Así por ejemplo, Gimbutas realizó un estudio comparativo de más de 3.000 yacimientos del Neolítico europeo en los que, como ocurría en los yacimientos del Paleolítico Superior, las estatuillas femeninas aparecían de forma muy numerosa (más de 30.000 figurillas catalogadas). Para llevar a cabo sus investigaciones, no sólo se basó en las evidencias arqueológicas, sino que las complementó con un complejo estudio interdisciplinar en el que tenían cabida la mitología, la etnología o la lingüística.
A partir de toda esta comparación y cotejación de datos, Gimbutas llegó a la conclusión de que las Venus de la Vieja Europa neolítica (y por extensión sus antecesoras paleolíticas), a pesar de aparecer representadas de muy diversas formas y adoptando diferentes roles, simbolizaban los distintos atributos de una única deidad, de una única Gran Madre.
Así, al personificar la totalidad de la naturaleza, esta Gran Madre contenía en si misma atributos de fecundidad (embarazo, nacimiento,…) pero también de muerte (Diosas rígidas talladas en hueso); podía representar la vida vegetal, o podía aparecer en forma de diversos animales en relación a ideas o conceptos determinados. Además, muchas de estas representaciones solían ir asociadas a un complejo sistema de signos (espirales, zig-zags, laberintos, meandros, retículas,…) al que Gimbutas, tras decodificarlo en parte, interpretó como una escritura pictórica cuyas más primitivas representaciones podían ser rastreadas en los conocidos signos abstractos del arte franco-cantábrico del Paleolítico Superior.
Se da la extraordinaria circunstancia de que es precisamente en esta área geográfica franco-cantábrica, dónde ha pervivido el culto a una divinidad que puede ayudarnos a entender el significado arquetípico de la Gran Madre de la cosmovisión prehistórica europea. Nos referimos a Mari: la Dama o Señora de la mitología vasca.
A diferencia del papel menor asignado a las diosas en las mitologías indoeuropeas patriarcales, Mari es la figura central de la cosmovisión preindoeuropea vasca, todos los demás seres y divinidades están supeditados a ella. La excepcional importancia de este mito radica en el hecho de que su origen podría remontarse, efectivamente, hasta la época paleolítica. Una de las evidencias más claras es que Mari está estrechamente vinculada a las cuevas y al mundo subterráneo. Habita preferentemente en estos lugares y se comunica con el exterior a través de conductos por los que sale a la superficie. Los animales en los que habitualmente se metamorfosea (toro, chivo, caballo, serpiente, buitre,…) proceden, según las leyendas, del inframundo (útero de la Tierra), lo que vincula el mito de Mari con las pinturas de animales halladas en las profundidades de las cuevas del Cantábrico, el Pirineo y Aquitania.
Pero además, Mari también puede aparecer de otras muy diferentes formas: como un fenómeno atmosférico (tormenta, viento,…), como una sacerdotisa (sorgin) vinculada a espacios sagrados determinados (manantiales, cuevas o montañas), como un árbol, como una roca,... El sentido de estas metamorfosis y de su multiapariencia está en el hecho de que Mari no es ajena a la creación (como los trascendentes Dioses indoeuropeos y semitas), sino que ella misma es la creación (inmanencia) y, por tanto, todos los seres y fenómenos naturales no son más que distintas expresiones de una misma realidad: de Mari.
Sirva pues este ancestral mito como punto de partida para la recomposición de la cosmovisión indígena europea, la cual fue en un tiempo similar en esencia a la de otras culturas del mundo que sintieron, sienten y sentirán que la Tierra es nuestra Madre, y que en su amor, respeto y defensa radica el futuro de las próximas generaciones.