III. EL PRINCIPIO MASCULINO

 

Soy fuego de dragón,

la chispa del espíritu incandescente que ilumina todas las formas de vida.

 

Soy el sol dando vida a la semilla para que eclosione en la tierra fértil,

el viento arremolinado en el que viaja el polen de las plantas silvestres.

 

Soy la espesura del bosque,

espejo verde de mi fertilidad, de mi virilidad, de mi potencia indomable.

 

Soy las astas del ciervo acariciando las estrellas del cielo,

las alas del águila batiéndose en el filo de los dos mundos.

 

Soy el espíritu salvaje que corre desnudo entre los árboles,

la sombra de cuatro patas a la que va unido mi destino.

 

Soy el viejo hechicero cantando y bailando junto al fuego,

el corazón del guerrero cazando más allá del espacio y el tiempo.

 

 

 

 

EL SEÑOR DE LOS ANIMALES SALVAJES, LA CAZA Y EL BOSQUE

Guillermo Piquero

El principio masculino de la naturaleza podría definirse a través del lenguaje simbólico como la energía catalizadora que genera la chispa que enciende el fuego sagrado de la vida. En las cosmovisiones indígenas, este principio creador es tradicionalmente representado por el sol y más concretamente por la energía que este astro irradia sobre la Tierra, como un poder vivificador imprescindible para que fructifique cualquier forma de vida.

 

Dicho poder vivificador alcanzaba su máxima expresión durante las tormentas, en las que los relámpagos, como símbolos fálicos celestes, representaban la energía masculina del Padre-Cielo descendiendo sobre el cuerpo de la Madre-Tierra.

 

Este antiquísimo simbolismo del rayo (heredado de la prehistoria por las religiones patriarcales indoeuropeas: Zeus, Thor, Perun, Indra,…) dio a su vez pie al nacimiento de la figura mitológica del dragón, el cual fue imaginado por nuestros ancestros como una serpiente macho celeste, portador de la lluvia seminal que fecundaba la naturaleza, y que descendía a la Tierra durante las tormentas para penetrar en las simas y cavidades uterinas. Así ha quedado reflejado en la mitología pre-indoeuropea vasca, dónde al contrario que en las muy posteriores leyendas católicas, Sugaar (dragón) es el amante de Mari (Diosa). Por tanto, en la cosmovisión indígena europea el dragón estaba indisolublemente unido a la Diosa, era el portador de su simiente (hierogamia).

 

Así, la fertilidad que dicha energía celeste proyectaba sobre la Tierra podía fácilmente comprobarse en los ritmos anuales de crecimiento de las plantas, y en como éstos dependían de la mayor o menor intensidad del calor irradiado por el sol. Y para poder expresar este conocimiento simbólicamente, nuestros ancestros sintieron que este poder vivificador que impregnaba toda la vida terrestre estaba controlado por un Señor de los animales y la vegetación que, como personificación del principio masculino, tenía a su vez dos símbolos principales:

 

Por un lado, al falo, cuya representación no evocaba solamente al órgano sexual masculino, sino a la energía fertilizadora de la naturaleza que permite renacer cada año, de manera cíclica, a todas las formas de vida. Este símbolo sagrado estaba principalmente vinculado a la vida vegetal, a los tallos y troncos que se erigían verticales sobre la tierra húmeda y de los que nacían las nuevas semillas que renovaban la vida.

 

Y el otro símbolo fundamental del principio masculino eran los cuernos de los animales machos, que evocaban la virilidad de quienes con su simiente produ-cían la multiplicación de sus respectivas manadas. Dichos cuernos eran portados por los chamanes masculinos en determinados rituales sagrados, y de ello ha quedado constancia en algunas pinturas paleolíticas y también en culturas más recientes como la celta (Europa Atlántica), la lapona (Escandinavia) o la evenk (Siberia).

 

Esta hibridación animal-humano estaba a su vez relacionada con el rol que desempeñaban los hombres en la organización social paleolítica, con su papel de cazadores y la necesidad de propiciar la fertilidad de los animales a través de ceremonias sagradas que los honraban. En este sentido, hay que recordar que aunque en la mayoría de las culturas cazadoras-recolectoras actuales la recolección de plantas, frutos y raíces constituye el aporte principal de su dieta, durante la Glaciación Würm (y al igual que les ocurre a las culturas indígenas del ártico) sólo la carne de los animales podía garantizar la supervivencia en la gélida geografía europea.

 

De este modo, durante el Paleolítico Superior, los animales se convirtieron en los garantes de la vida del clan, un don divino que además de alimento, proporcionaba pieles para confeccionar vestimentas, astas para crear infinidad de utensilios, grasa para los candiles, huesos con los que alimentar el fuego, etc.

 

Pero además de proporcionar bienes materiales, los animales también formaban parte del universo espiritual del clan. Nuestros antepasados, al igual que muchas culturas cazadoras-recolectoras actuales, consideraban a sus hermanos animales como maestros superiores cuya sabiduría y capacidad de supervivencia era reverenciada por ser fuente de aprendizaje para la propia sabiduría y supervivencia humana. Este conocimiento sagrado era transmitido desde el Mundo Espiritual por los propios antepasados-animales del clan (totemismo), los cuales eran reverenciados como espíritus tutelares colectivos, pero también de forma individual, pues cada persona nacía (y nace) vinculada al espíritu de un animal determinado con el que establecía una alianza sagrada propia (coesencia, animal de poder, nahual, etc.). De este modo, el ser humano primitivo descubrió y potenció su lado animal, aquel que le permitía la comunicación con el mundo del inconsciente, con el mundo de los espíritus y fuerzas que rigen la naturaleza. Descubrió que toda vida vegetal, animal o mineral poseía una fuerza espiritual que debía ser respetada. Llegó a la conclusión, en definitiva, de que toda forma de vida es sagrada, y que sólo la necesidad de supervivencia legitimaba abatir un árbol o dar caza un animal.

 

En consecuencia, el cazador paleolítico tomó consciencia de que, cada vez que mataba un animal, la Gran Madre Naturaleza era herida no sólo física, sino también espiritualmente. Y para pagar o subsanar el daño hecho (o por hacer), creó complejas ceremonias colectivas de caza en las que nuestros ancestros accedían a la dimensión invisible para dialogar, solicitar permiso o desagraviar a los espíritus que se veían afectados por sus acciones. Estos espíritus de la naturaleza eran muy diversos: desde el propio espíritu del animal abatido, pasando por espíritus de mayor rango que actuaban como Dueños de una especie animal concreta, hasta aquellos que regían el espacio geográfico dónde iba a tener lugar la caza.

 

Pero de entre los diferentes espíritus y divinidades de la naturaleza que se veían involucrados de una u otra forma en las acciones de caza humanas, posiblemente fuera el Señor de los Animales quien desempeñara un papel de mayor importancia en las ceremonias de caza paleolíticas. Esto se explica en el hecho de que según la tradición, la energía del Gran Astado no sólo produce la chispa que prende la llama de la vida, sino también el soplo que la apaga. Por ello, y para que la balanza entre vida y muerte no se descompense hacia uno u otro lado, el Señor de los Animales actúa en las culturas indígenas como garante de una serie de estrictas normas morales que los cazadores deben seguir si es que quieren tener éxito en la caza (dónde se puede o no se puede cazar, cuantos animales se pueden abatir, etc.). El no respeto de dichas normas, acarrearía desgracias y desequilibrios en la comunidad, por lo que las culturas indígenas que aún mantienen vivo este vínculo espiritual ponen toda su atención en respetarlo.

 

Una de estas normas sagradas ancestrales es la que enseña que la caza no es un acto de predación, sino un intercambio de almas entre cazador y cazado. Es decir, de la misma forma que los miembros de una comunidad solicitan al Señor de los Animales una cantidad suficiente de carne para poder sobrevivir al invierno, éste les pide en compensación almas humanas (por vejez, enfermedad u otras causas) para reequilibrar el daño producido por la caza.

 

El mediador entre el Señor de los Animales y la comunidad humana asentada en sus dominios suele ser el chamán. El (o ella) conoce la forma de acceder a la dimensión espiritual y regresar con la información que la comunidad necesita o, en otras ocasiones, presta su cuerpo para que los espíritus de la naturaleza transmitan sus mensajes directamente (canalización).

 

Esta capacidad de comunicación entre lo visible y lo invisible, entre lo físico y lo espiritual, suele resultar difícil de comprender para mucha gente del llamado mundo civilizado, que siguen interpretando al chamanismo como un sistema de creencias basado en actos de fe. Muy al contrario, para los practicantes de esta espiritualidad arcaica, la existencia de espíritus constituye un hecho objetivo y verificable, ya que se comunican e interactúan en primera persona con estas realidades no-ordinarias.

 

El carácter sagrado y la importancia que tuvo antaño el chamanismo en Europa, así como su relación con la caza y el mundo espiritual de los animales, se puede verificar por las miles de pinturas paleolíticas que como un legado atemporal de los tiempos míticos, han sobrevivido en algunos casos hasta 40.000 años después de ser pintadas.

 

Se podrá discutir sobre el significado concreto de esta pinturas rupestres, pero lo que si parece incontestable es lo que representa el lugar físico dónde fueron pintadas. La cueva simboliza en todas las culturas arcaicas el útero de la Madre Tierra, el lugar de dónde surge la vida y a dónde regresa la muerte (para renacer), la matriz primordial dónde nacieron y aún perviven los ancestros.

 

El Señor de los Animales, como dador de vida y muerte, gobierna el inframundo, y envía desde lo más profundo de las cavidades uterinas los espíritus de los antepasados para que se materialicen nuevamente en el mundo físico, en el cuerpo de la Madre Tierra. Es esta una tradición espiritual antiquísima y de ella proviene la visión, intencionadamente distorsionada por el cristianismo romano, de que existe un demonio cornudo fustigando almas en el infierno.

 

La energía fertilizadora del Gran Astado también propiciaba el crecimiento del Reino vegetal. Surgía cada invierno de las profundidades de la tierra como semilla de vida que germinaba y vivificaba los inmensos bosques que se extendían a lo largo y ancho de la Europa indígena. Estas selvas fueron hogar y templo de las culturas humanas arcaicas, y en ellas los animales vivían y se alimentaban.

 

El Señor de los Animales, como espíritu guardián de aquellos bosques primigenios, personificaba los ciclos de crecimiento, plenitud y marchitamiento de la vida vegetal (el Hombre verde de las mitologías paganas europeas), por lo que simbólicamente nacía y moría todos los años en un ritmo paralelo al del sol. Nacía en el solsticio de invierno (cuando el sol comienza su ciclo de ascenso), moría el 1 de noviembre (Samhain o Todos los santos) y tras un tiempo en el inframundo, en el útero de la Diosa, volvía a renacer el siguiente 21 de diciembre.

 

Durante el Neolítico, con el inicio de la domesticación de algunas plantas, este simbolismo sería heredado por las primeras culturas agrícolas: así, en Mesopotamia, la Diosa Isthar descendía al inframundo para traer de vuelta a Tammuz, y en Egipto la Diosa Isis hacía lo propio con Osiris. Por otro lado, con el inicio también de la domesticación de animales, el Dios Astado se convirtió en protector de los pastores y sus rebaños (Pan, Fauno,…). Estas funciones agrícolas y pastoriles resultaban menores y contradictorias para una divinidad que en su origen representaba la energía fertilizadora salvaje e indomable de la naturaleza, a la vida no domesticada.

 

Aún así, en Europa sobrevivió la figura del Señor de los Animales salvajes, la caza y el bosque encarnado en un Dios Cérvido cuyo nombre más conocido es el de Cernunnos. Quizás su imagen más representativa sea la del Caldero de Gundestrup, en la que aparece rodeado de animales y motivos vegetales mientras sostiene en su mano una serpiente con cuernos de carnero, símbolo de que controla la energía del dragón.

 

Las astas arboriformes de Cernunnos evocan, por un lado, a las ramas del Árbol del Mundo que unifican la Tierra y el Cielo en una sola dimensión, y por otro al venado, símbolo mitológico del Espíritu del Bosque que nos llama a redescubrir nuestro lado animal y salvaje, nuestra originaria naturaleza humana.